domingo, 30 de septiembre de 2012

Legalización y democracia: un nuevo encuentro entre el liberalismo y el republicanismo

Las palabras que escribo a continuación son producto de una reflexión sobre la búsqueda de la solución al problema de la ilegalidad de la producción, tráfico y consumo de estupefacientes, o el  problema de la legalización y su relación con la democracia. Más allá de la consideración frecuente sobre la relación negativa entre narcotráfico y política mis palabras acá se enfocan sobre la relación entre consumo y democracia, en caso de una probable legalización.

La lucha contra las drogas ha resultado infructuosa. La discusión a nivel internacional permanece en el plano de la doble moral, pues mientras las instituciones policiales de todo el mundo persiguen empresas de narcotraficantes, otras empresas se lucran de la venta de armas y precursores para su producción, así como muchas entidades financieras se soportan del lavado de activos que realizan los traficantes. Organizaciones de corte conservador perseveran en su interés de mantener alejado este “demonio” de las drogas de las casas y escuelas, abocándose permanentemente en el prohibicionismo, en abierta restricción de muchos derechos fundamentales y completamente cerrados a la discusión sobre la legalización.

Independientemente de los cálculos estimados por los economistas sobre los beneficios producto de la legalización, mi preocupación se asocia con los efectos directos del consumo sobre el votante. Se estima que un 5% de la población mundial consume estupefacientes bajo un régimen de prohibicionismo. Podría pensar que bajo un régimen de legalización total este porcentaje podría alcanzar valores cercanos a los del cigarrillo (cerca del 20% de la población mundial) aunque es una afirmación sin mayores fundamentos. Es sabido que hay una diferencia real entre los adictos y los consumidores ocasionales en un escenario prohibicionista; no conozco tampoco el alcance estimado de esta relación en un escenario no prohibicionista. Para los intereses de este texto me concentro exclusivamente en algunos efectos de los estupefacientes y lo que estos podrían significar a la hora de tomar decisiones políticas.

Se dice que los estupefacientes afectan las capacidades  físicas y mentales, pero son diferentes si se toma en cuenta si son depresores, estimulantes o alucinógenos. Por tal razón es viable considerar que sus efectos sobre la decisión del votante serán diferentes. No me preocupan acá los efectos sobre el cuerpo humano, sino sobre la voluntad. Lo más probable es que la legalización del depresor más común después del alcohol, o sea  la heroína, conlleve a más abstencionismo, toda vez que un buen número de personas vota gracias a un sentimiento de participación que no sería posible dentro de una depresión, y si es que hay alguna relación entre abstencionismo y depresión.

En cuanto a la legalización de la cocaína, más allá de soportar las arduas tareas de la democracia su efecto psicológico no alteraría en mayor medida las decisiones políticas sino que las haría inclusive más rápidas, porque esta sustancia exacerba las emociones y los sentimientos pero no los transforma en otra cosa.  La decisión de la legalización no debería tomarse a partir de supuestos sino  a partir de una verdadera experimentación científica. No me ha sido posible conseguir datos, más allá de preguntarle a algunos conocidos, acerca de cómo decide una persona bajo los efectos de la cocaína, y sobre cómo reacciona a la frustración o a la decepción, emociones muy frecuentes en la vida política. Tampoco me es posible conocer la capacidad de concentración para  tareas como los cálculos matemáticos y las estimaciones acerca del futuro las cuales, desde mi punto de vista, resultan de interés para la democracia. 

Me preocupan sin embargo los efectos de los alucinógenos, como la marihuana, por cuanto bajo el consumo de estos la realidad sí se altera; sensaciones irreales, percepciones fantasiosas y alucinaciones se producen cuando se consume. Haciendo estas pesquisas, sin experimentación, me es imposible determinar qué tanto se fijan las percepciones producidas durante el consumo y qué tanta conciencia hay posteriormente sobre tales alteraciones de la realidad, y por supuesto, qué tanto influyen estas alucinaciones a la hora de tomar decisiones políticas.  

Un punto de vista liberal permitiría una relativa tolerancia a la vida democrática en medio del trance, aunque con las mismas restricciones que se han impuesto al consumo de alcohol. La legalización desde esta posición  no haría más atractivo el consumo de las sustancias mencionadas que lo que ya lo son hoy. Salvo que las personas puedan perder sus capacidades intelectuales permanentemente con la misma facilidad que lo haría una persona enferma por alcoholismo no habría necesidad de una intervención más que preventiva por parte del Estado. La posición liberal reconoce que, dada la individualidad de las personas, no hay una responsabilidad ni la necesidad de la intervención estatal positiva sobre la decisión individual del consumo en personas adultas. 

Una mirada desde el otro extremo, desde el republicanismo, que no es como tal una posición conservadora, haría de la aceptación de la legalización un asunto mucho más complejo. El consumo desde esta postura puede ser visto como desfavorable para alguna parte de la moralidad de la nación, particularmente en lo relacionado a la vinculación de los consumidores con la democracia. Aumentar la abstención o la posibilidad de que se fijen realidades paralelas son razones para no admitir la legalización. Pero incrementar la responsabilidad de los ciudadanos frente a sus congéneres, aumentar el espectro del consumo sobre el cual se impone la ley y la autoridad, prevenir desmanes, que en caso de mantenerse ilegal el consumo se presentarían, y mejorar los recursos del Estado gracias a los impuestos pueden abrir el campo a que posturas republicanas acepten la legalización.


          

  

domingo, 16 de septiembre de 2012

¿Cómo se combinan los efectos del mercado, de la represión y de la televisión?


Imagen tomada de www.elquintopoder.cl


Con ocasión de un aniversario más de la caída del único gobierno realmente socialista que ha existido en latinoamerica, he retomado un texto escrito hace algún tiempo sobre los regímenes comunicativos y su relación con los regímenes políticos en la sociedad chilena, para recordar un poco lo sucedido allí y para pensar en lo que sucede en Colombia.

Para José Joaquín Brunner, en su artículo “Cultura y Sociedad en Chile”, la cultura, en su búsqueda interpretativa y constructora de un sentido común compartido comunicativamente,  puede ser entendida como “el movimiento de la sociedad en el proceso de producirse continuamente a sí misma bajo la forma de sus inagotables juegos comunicativos”(Brunner, 1988:46); de manera que en ese acto creativo de confundirse productivamente, termina la cultura siendo una esfera especializada de la sociedad en la que se administran mundos simbólicos que determinan la experiencia cotidiana y no sólo un campo de acción de la política.

Brunner sugiere una distinción analítica entre sociedad y cultura en virtud del entendimiento de la cultura más allá de su acepción de productora de sentido. Para hacer tal distinción se vale de la noción de campo, considerando a la sociedad como un sistema de campos, dando a la cultura el valor de campo privilegiado, de unos individuos, unas instituciones y unos determinados procesos que organizan la circulación y el reconocimiento de los bienes simbólicos producidos (Brunner, 1988:46). Según este autor chileno, la cultura se transforma tanto por factores internos como por factores externos. Y en el Chile desde el que habla, se pueden reconocer tres diferentes periodos en cerca de veinte años: uno de carácter demócrata-cristiano, que gestó las bases para uno posterior de carácter socialista, que tras permanecer tres años en el poder y lograr el avance de décadas es derrocado por Pinochet y su modelo neoliberal, proceso que terminó creando una cultura muy particular.

Para Brunner, la resistencia al régimen autoritario se mostró a través de espacios de simbolización, gracias a la herencia recibida por la sociedad chilena de sus anteriores experiencias, y pese a las estrategias del régimen militar que buscaron restituir en Chile el sentido de lo jerárquico y las barreras entre las clases sociales.

Para Brunner, el régimen militar no explica toda la vida social chilena durante esta época, debido a que todos aquellos que fueron exiliados desde 1973 también hicieron parte de la historia social de Chile. De alguna manera pervivieron sus ideales, valores, creencias y aprendizajes, logrando mantenerse dentro de Chile, pese a la censura.  Reaparecieron en expresiones como la literatura, la poesía, las celebraciones, los recuerdos y los sueños. y estos espacios de simbolización aparecían porque se había reprimido la experiencia colectiva durante el régimen. En este punto es identificable un conflicto que terminaron ganando los oprimidos.  Estos campos, esperaba Brunner en aquella época, terminarían por afectar la política y por presionar cambios en el statu quo de la dictadura desde arriba.

Teniendo presente el anterior esquema podemos atender la relación entre régimen político y régimen comunicativo, que plantea en su artículo “Chile, otro país”. Acá Brunner parte del supuesto de que existe un vínculo profundo entre el sistema político de una sociedad y el régimen comunicativo que aquél condiciona y que necesita para sobrevivir. Con ello presente, el autor caracteriza el régimen comunicativo de la democracia ("allí donde todo se agita en torno nuestro" [Brunner, 1988: 66]), como aquél que se basa en la política, la ley y la escuela. Hasta el ascenso al poder de Allende, las anteriores bases funcionaron y, de hecho, al crear una esfera pública, donde lo que importaba era la palabra, promovieron el ascenso al poder del régimen socialista.

Según Brunner, la dificultad que encarnó el régimen comunicativo socialista fue el fenómeno de la inflación ideológica, puesto que indujo la creencia de que la desigualdad y la explotación serían superados ampliando los efectos redistributivos del Estado de compromiso (o de negociación entre clases). Cuando llegó el gobierno socialista se dieron cuenta de que la ley, la escuela y la política no eran medios eficaces para impulsar un proyecto revolucionario por cuanto eran instituciones exclusivas del régimen anterior. 

Este  orden comunicativo de Chile se deshizo, y como la sociedad no pudo reconocerse como un todo, fue la oportunidad que aprovecharon los militares, quienes inauguraron un nuevo régimen comunicativo, en el que se supieron combinar de manera heterogénea los efectos del mercado, de la represión y de la televisión, logrando con los primeros la atomización de la sociedad, con los segundos, la pulverización de las organizaciones sociales y con los terceros, el moldeamiento de los imaginarios sociales. Todo esto con el fin de generar dinámicas de privatización que movieran a la gente hacia proyectos individuales de bienestar. Este modelo redujo la sociedad a una competencia entre demandas individuales, obligando a los individuos a moverse entre las coordenadas inciertas de la represión.

La esperanza chilena se centró, entonces, en la resistencia, que había encontrado maneras propias de expresarse en la sociedad. Había conquistado espacios sociales gracias al papel desempeñado por la iglesia católica en el complejo y lento proceso de recomposición de la sociedad. Pero este régimen subrepticio surgió, a diferencia del militar, débil y disperso, con alcances locales y con múltiples centros de articulación. Esta entropía comunicativa en la que vivió Chile, producto de la incapacidad de organizarse comunicativamente en torno a unos medios compartidos, afectaron la estabilidad del orden cotidiano. Así, la vida cotidiana perdió su estructura de referencias compartidas, lo que impidió el encuentro de terrenos comunes de interacción.

Con esto apareció una contradicción de interpretaciones que buscaban definir la identidad de los individuos. Pero el régimen militar siguió persistente en su deseo de extirpar el pasado político de Chile, su historia, sus hábitos mentales, su tolerancia ideológica, su formalismo legal y su noción liberal de derechos humanos. Brunner advirtió la disolución de dicho régimen toda vez que no era posible infundir conformismo, a través del régimen comunicativo de la dictadura, entre otras porque estaba viciado con su contrario, el volcamiento de la política en la sociedad, lo que generó un nuevo espacio público, obligándolo a tener rendimientos decrecientes a la hora de usar la represión y de manipular comunicativamente la televisión.

Y en Colombia ¿cómo se combinan los efectos del mercado, de la represión y de la televisión? ¿Se ha logrado aquí también la atomización de la sociedad, la pulverización de las organizaciones sociales y el moldeamiento de los imaginarios sociales? Basta hacer el ejercicio de pensar en un programa de televisión popular como Protagonistas de Nuestra Tele, en un movimiento social de reciente manifestación y sin el menor apoyo masivo como quienes se enfrentan contra la privatización de la educación, o en la última actitud de la ciudadanía ante un problema concreto como la delincuencia juvenil. Las soluciones por lo general son individualistas, toda vez que el imaginario del éxito individual tiene plena vigencia y los costos de cambiarlo son tan altos que se arriesga la propia vida en su más pequeño intento.

Bibliografía:
Brunner, J.J., (1988), Un espejo trizado. Ensayo sobre cultura y políticas culturales. Ed. FLACSO.     

lunes, 3 de septiembre de 2012

¿Quiénes deben negociar?


Esta pregunta tendría una respuesta sencilla si el objeto por el cual se va a hacer la negociación fuese sencillo, digamos un problema religioso o racial, o inclusive fronterizo o ideológico aunque claramente estos ya no son propiamente sencillos. El conflicto más antiguo e irracional que puede recordar algún historiador de conflictos es este que se da en Colombia, y el más extraño también. Todas nuestras instituciones se construyeron delante del conflicto. No hay ni una de ellas exenta. Hasta la corrupción, como la más nefasta de todas, sabe que el conflicto existe y se refugia en los escondrijos que éste le otorga.

Pero en este caso y teniendo presente la oportunidad histórica que se presenta para las partes en conflicto, ya sea porque la guerrilla se encuentra debilitada o sitiada, ya porque el presidente de Colombia quiera pasar a la historia por lograr un proceso de paz exitoso, ya porque haya intereses de países como Cuba o Venezuela en que la insurgencia colombiana retorne a la vida civil, pienso que en la mesa de negociación deben estar solo los dos contendores. Así como en los combates no se debe inmiscuir a la sociedad civil aunque en últimas resulte afectada, del mismo modo ésta no debe estar en la mesa de negociación. Y creo además que los que se debe negociar debe reducirse a lo mínimo, es decir al todo o nada. Y por esto tampoco deben participar agencias diferentes al gobierno colombiano. Tampoco puede pensar la opinión pública que la negociación se va a hacer con personas de bien políticamente equivocadas. Se ha de reconocer que han sido delincuentes y terroristas, pero que por ello y en función de resolver el problema hay que negociar con ellos, pues si no fueran problema no habría realmente nada que negociar.

El problema, sin duda, es cuáles son esos mínimos. Mi observación es que la guerrilla en este momento sólo tiene dos opciones o la rendición o el diálogo, y a su vez el Estado tiene dos opciones o  persistir en castigar los delitos odesistir de hacerlo para lograr un acuerdo de paz. Si bien acá dejo de lado y descarto de plano la presencia de tantas instituciones y organizaciones como víctimas han existido es porque su presencia en nada modifica las opciones de los contendores y en cambio sí enrarecerían bastante los puntos a negociar. La opción que mayores beneficios podría representarle a la guerrilla es el diálogo y por eso es posible que lo intenten muchas veces toda vez que saben que no hay un modo realista de acceder al poder por las armas. No se sabe con precisión que podrían obtener en la mesa de negociación pero de seguro sería mucho más ventajosa que su otra opción. Por otra parte, la solución a este dilema depende de la opción que tome el Estado, si éste persiste en su intención de castigar los delitos es probable que las FARC no negocien por cuanto les sería indiferente negociar o rendirse. Así que la opción para el Estado, en la que las FARC negociarían, sería no castigar los delitos. En este punto de la negociación ambas partes podrían obtener algo que les interese, las FARC no irían a la cárcel y el Estado obtendría la desarticulación menos costosa de la insurgencia.

Ahora bien, ¿qué pasaría en esta situación con los propósitos políticos de las FARC?  Creo que cada propósito que las FARC deseen realizar les significará algún tipo de castigo a sus delitos. Así si algunos de sus integrantes quieren participación política tendrán que intercambiarlo por sus aliados en el negocio del narcotráfico, o si quieren apoyos socioeconómicos para sus desmovilizados tendrán que entregar a los victimarios de la extorsión o del secuestro, todo de acuerdo a los términos de la negociación. Si el Estado exige demasiado, entonces tampoco la guerrilla encontrará la manera de entregar nada.

Arriba he mencionado el tema de los mayores beneficios para la guerrilla, que podría como en el pasado pedir más de lo que puede entregar, en este caso lo que puede pedir es la opción de dialogar para terminar el conflicto, la solución negociada, y a cambio entregar las armas y sus estructuras militares, obteniendo el fin de su persecución y probablemente otros beneficios conexos. Pero el problema entonces es para el Estado cuyos beneficios son ambiguos o de difícil definición, toda vez que éste no es una persona ni una organización sino la institucionalidad y en esta medida es un conjunto de doctrinas traslapadas acerca de la idea de justicia, por lo que no sería evidente su beneficio.  Dentro de las tareas del Estado, las más urgentes como la reparación a las víctimas o el juzgamiento de los crímenes (que no de los criminales), no reportan beneficio alguno, salvo las ganancias electorales de quienes detenten el poder en el momento de la ejecución de tales políticas. Por esto, obtener la paz, cualquiera que sea su definición, no es un gran beneficio para el Estado, pero sí para algunos ciudadanos estratégicamente ubicados, ya en zonas de conflicto donde la carga bélica se reducirá de modo dramático, ya en posiciones de poder donde les representaría ganancias electorales en futuras votaciones.

Según este análisis breve y poco elaborado una negociación entre las FARC y el gobierno actual beneficiaría a ambas partes, a ellas por obtener una solución negociada, y al gobierno por obtener los votos de la próxima elección. Pero si el gobierno y las FARC aceptan la participación de la sociedad civil y de otras agencias en la mesa de diálogo, éste se complejizará porque las opciones ya no serían las de dos sino la de muchos otros, como podría pensarse que ha ocurrido en anteriores oportunidades.    
                  

La democracia vs los derechos

“ Pequeña fábula: érase una vez una comunidad de ovejas que hicieron una votación para definir si les convenía o no la decisión de los lob...