miércoles, 2 de octubre de 2013

Formación Política

La juventud es técnicamente uno de los problemas actuales de la administración pública. ¿Qué hacer? Se preguntan los alcaldes, los profesores y la policía. ¿Qué hacer? Se preguntan los mismos jóvenes y los adultos que ven casi con desprecio a las generaciones venideras. En todo tipo de problemas se ven avocados los jóvenes, desempleo, inseguridad, violencia, abstencionismo político, entre otros. La respuesta, a pesar de ser muy simple, ha sido dejada de lado desde mucho tiempo atrás. No es una respuesta original, por supuesto, y, mucho menos, novedosa. Seguramente se encontrará aquí la coincidencia con el pensamiento de algunas organizaciones políticas de izquierda. Para mí es claro que lo que le falta a la juventud colombiana es formación política. Y me atrevo a plantear que es el primer paso para la solución de la mayoría de los problemas de la juventud.

Pero la formación política de la que hablo no es una tarea más para encargar al Estado, ni a las instituciones de educación, es una tarea de la ciudadanía, en particular de las organizaciones políticas. Y en este orden de ideas la justicia intergeneracional cobra parte de su sentido en la medida que las generaciones en el poder abonan el terreno de las venideras. La formación política de las organizaciones que compiten por el poder del Estado cumple un papel determinante en cuanto a la visión que obtienen sus jóvenes participantes, tanto de las tareas mismas a desarrollar dentro de la organización como fuera de ella y, en particular, si se diera el caso de acceder al gobierno. Este cambio en las perspectivas es transformador de las rutinas diarias de los jóvenes y de sus expectativas respecto al futuro. Con ello no se impide de ninguna manera ni se orienta de modo definitivo hacia una vida dedicada a la política. De hecho, muchos de ellos continúan con sus aficiones principales, pero adquieren un punto de vista que proporciona mayor amplitud, más tolerancia, y una identidad mucho más definida.

Con formación política no me refiero al ejercicio simple y llano del proselitismo con el fin de obtener beneficios electorales a partir del trabajo y los votos de las nuevas generaciones. Pero tampoco hago referencia a un proceso educativo tradicional, donde hay unos aprendizajes básicos para los participantes. Con formación política me refiero más al espacio de la libertad de expresión acondicionado para los jóvenes. Mejor que un curso de liderazgo es hablar y controvertir con los pares. Mejor que un curso de formulación de proyectos es discutir los objetivos y las estrategias de la sección juvenil de la organización política. Mejor que un curso de ética y valores es la construcción de la responsabilidad y el compromiso, así como la solidaridad que se teje con los integrantes menos favorecidos de la organización.

Lo anterior no es propiamente una aspiración desde el republicanismo contemporáneo. Pero sí enfrenta al extremo del individualismo metodológico, en la medida que los grupos donde se forman políticamente los jóvenes logran transformaciones colectivas importantes. Basta ver algunos ejemplos para reconocer un antes y un después del tránsito de estas personas por las organizaciones que ofrecen formación política. Ningún joven tiene por qué abandonar su proyecto de vida individual pero sí puede adquirir formación política. Esta le añadirá con seguridad disciplina, tolerancia y un conocimiento práctico-político que ninguna cátedra podrá.      


*Imagen tomada de http://www.agendapampeana.com/ampliar.php?id=4065         

miércoles, 21 de agosto de 2013

Sobre el derecho a la protesta

Cuando escucho hablar del derecho a la protesta, siento en el ambiente una equívoca noción, como si la protesta fuese lo correcto. Para mí la protesta no es lo correcto sino la corrección. No considero la protesta como un derecho, sino como algo extra, algo externo, algo que da forma al Estado de derecho, a las instituciones básicas de la sociedad.

Nuestros gobernantes autorizan y limitan cada protesta, y piden que se proteste dentro de cierta “normalidad”, que no haya excesos y que “por supuesto” no se trasgreda contra los derechos de otros ciudadanos. Y ahí es donde veo el mayor error. Creo que necesariamente la protesta debe afectar los derechos de los demás ciudadanos, y esto por dos razones, la primera, para que los demás ciudadanos se enteren del propósito de corrección (las causas o motivos de la protesta), la segunda, para que la institución contra la que se protesta tenga un motivo más para corregirse (atender los motivos de la protesta), puesto que evita la continuidad de la afectación de los derechos de los ciudadanos no inmiscuidos en dicha protesta.

Una intuición básica al analizar la protesta es que su motivo se relaciona siempre con una pretensión de justicia, es decir, de corrección de una desigualdad bien en el punto de partida, bien en el punto de llegada. Dentro de la lógica misma de la protesta se encuentra una cierta gradación, que va desde la casi inofensiva realizada mediante oficios y por lo general ante las cortes, hasta la que implica acciones de hecho, desobediencia civil que necesariamente viola unas leyes con el fin de cuestionar otras o de reorientar el accionar del gobierno. La apelación a la violencia no cabe dentro de la definición liberal de desobediencia civil. Esta es vista como una garantía del orden constitucional, siempre que no sea violenta y que sean sinceras las intenciones de los manifestantes. Cuando se sobrepasa pueden comenzar los conflictos armados, se legitiman todo tipo de violencias y las pretensiones originales se diluyen en la búsqueda de la responsabilidad.  

Pero se sobrepasan por lo general cuando los motivos de su protestas, cuando sus desavenencias con las instituciones, no son atendidas. Ahora bien, podría encontrarse cierto grado de normalidad en la protesta en países como Colombia donde hay tanta institución deficiente. Pero la normalidad debería ser la inexistencia de causas para la protesta, la garantía plena de la igualdad en el punto de partida y ciertas correcciones en los resultados. Normalizar la protesta y aceptarla dentro de nuestras rutinas, acomodarnos a las protestas sin atender a sus peticiones y pedirles en cambio que no alteren nuestra vida, es como decirles: “ustedes no serán incluidos” y sus problemas no nos incumben.

Esa incumbencia puede significar el éxito o el fracaso de una protesta.  Cuando los motivos de los manifestantes son bien recibidos en las esferas pública y privada, dicho recibimiento puede generar algún tipo de cambio. Normalizar las protestas, acotarlas a la mínima incomodidad, puede aumentar el problema en lugar de resolverlo. En una sociedad organizada dichas protestas reciben como respuesta su transformación en las principales propuestas políticas de las siguientes elecciones. En Colombia, por lo contrario, se acusa a ciertos políticos de provocar dichas protestas, de incitarlas, como si no fueran también ellas una forma de expresión política de ciertos sectores que se sienten excluidos o perjudicados por las condiciones iniciales en las que tienen que jugar política y socialmente. Y que necesariamente deben convertirse en votos.


En una sociedad organizada las protestas de hoy en contra del gobierno  se transforman en los votos de mañana a favor de la oposición, siempre que ésta proponga cosas diferentes a las del gobierno de turno y siempre que haya elecciones libres. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

¿Qué tanta distopía hay en The hunger games?


Los Juegos del Hambre son una versión radical de lo que hoy conocemos como realities. Pero son un acontecimiento cuyo origen se asocia al fin de las libertades civiles de los “distritos” que “participan”, como castigo a una antigua rebelión infructuosa. La diferencia entre el modo de vida de los habitantes del distrito 12 y la de los habitantes del lugar donde se realizan los juegos es significativa. Tal diferencia es suficiente para sostener que las razones materiales para una rebelión están establecidas. Hasta hace muy poco pude ver esta película y más allá del argumento trágico-cómico del romance de los protagonistas hay un elemento  que a mi parecer ilustra muy bien una de las iniquidades que sociedades como la colombiana viven a diario. Seleccionar algunos jóvenes para que luchen en un ritual más que sacrificial por cosas etéreas.

Es imposible sostener con evidencia la existencia de una gran conspiración mediática-militar en Colombia, como la que existe en la película. Pero se acerca. Basta ver la parafernalia del desfile militar del 20 de julio y la manera como esa heroicidad se fija en las mentes de los más pequeños. ‘Tributo’, en la película, se refiere al joven que cada distrito entrega cada año para la realización de los juegos, así como las poblaciones más pobres en Colombia entregan cada año a sus jóvenes para nuestra propia versión del juego, sólo que aquí hay doble tributación, pues las poblaciones entregan sus jóvenes tanto al Ejército y sus distritos de reclutamiento como a la guerrilla y otros grupos, así como en la película, sin derecho a negarse. Una pregunta surge al comparar nuestra realidad con la ficción ¿quién se divierte con este juego? La respuesta no es evidente, pero a algún lugar tienen que ir los más de veinte billones anuales de pesos que se gastan en seguridad y defensa de parte del gobierno nacional y algún otro tanto gastado por el otro contrincante. En alguna parte deben estar los beneficiarios de la guerra en Colombia.

Nuestros juegos (nuestro conflicto armado) también son televisados. La perversión de la guerra es mostrada como si no lo fuera a través de la falsa noción de noticias que poseemos en Colombia. En nuestra realpolitik el patrocinio a unos tributos da réditos políticos, mientras que hacerlo a otros los quita. Nuestro castigo ya casi completa 70 años. Pero tampoco le desagrada mucho a la población colombiana, sólo unos cuantos se asquean por la guerra, a los demás les falta empatía. Y muchas veces a todos nos falta esa capacidad de percibir lo que el otro puede sentir en un determinado contexto, en nuestro caso, cuando uno de nuestros jóvenes se marcha a la guerra. Por eso, preguntarse por lo distópico de la película no resulta vano. Por el contrario nos acerca a una reflexión sobre la posibilidad de que llegue un día en que la muerte nos parezca completamente divertida, como si tan solo hiciera parte de un reality.      

lunes, 25 de febrero de 2013

Pseudociudadanía


Escribo este texto con el ánimo de analizar una problemática relacionada con la mal habida categoría de indigencia. En términos económicos se relaciona con la incapacidad o imposibilidad de ganar lo necesario para una adecuada supervivencia; hay diferentes metodologías para establecer si una persona es o no parte de ella. Muchas veces se confunden los efectos de la indigencia con las causas, como lo hace muy bien la derecha colombiana, que yerra por tanto en las soluciones propuestas.
En este caso me preocupo por la incapacidad de los gobiernos locales, quienes en cierta medida son los primeros responsables de brindar la atención básica y primaria a quienes están en riesgo de indigencia o a quienes están en estado de indigencia. Diferencio acá la indigencia definida por los economistas y la indigencia que distingue el ciudadano del común. No son indigentes todos los que recogen basura para reciclar, pero sí quienes piden dinero en una esquina o en un puente  con sus hijos al lado y quienes piden dinero para consumir alucinógenos. Hay tipos de indigencia y pienso que no deben atenderse con una misma política pública.

La política pública de Bogotá les ha cambiado el nombre por “habitantes de calle”, como si esto dignificara. A mi parecer no lo hace y sí enrarece el concepto. Les da una dignidad que realmente no poseen. La política pública, debería enfocarse en reparar la ciudadanía perdida, y no solo en reabastecerlos de derechos. Recientemente tuve que solicitar a la Secretaría de Integración Social su intervención en un conflicto con un “habitante de calle”, cuyo consumo de estupefacientes me estaba perjudicando en mi salud física y mental. Su intervención, aunque ágil y oportuna no fue satisfactoria, pues no se le exigió al “habitante de calle” el respeto básico que deben tener los ciudadanos por los derechos de los demás. Sencillamente se le hizo una invitación a participar en los programas de tal Secretaría, invitación que el “habitante” rechazó. En garantía de sus derechos el “habitante” no puede ser apresado puesto que su consumo (de bazuco) no está tipificado como falta penal. Tampoco puede ser obligado por la secretaría a irse a uno de estos hogares de paso. Y para la Policía su presencia y las molestias que genera apenas son un asunto risible. Inclusive, puedo asegurar que, no notan su presencia.

Ahora bien, esta breve reflexión viene a luz con el fin de hablar de esta pseudociudadanía que puede perjudicar a la ciudadanía de un modo aún incomprensible. Los programas de atención negativa al “habitante de calle”, esto es, programas que mantienen el status quo y que de hecho lo estimulan, por cuanto se muestra que los individuos en condición de indigencia no son abandonados por el Estado, sino que pueden ser atendidos prioritariamente e inclusive muy beneficiados por los programas de asistencia social, no resuelven el problema por cuanto atienden a los efectos y no a las causas de la indigencia. Los programas de atención positiva, que lograrían que estos habitantes de calle salgan de la calle, por decirlo así, son escasos; y cuentan con una dificultad mayúscula que no está directamente relacionada con la autoridades, sino en manos de la ciudadanía misma: nos hemos acostumbrado a mantener la indigencia a punta de limosnas. Baste ver a cualquiera de ellos en un bus urbano, o en el Sistema Transmilenio. Parece una actividad indigna, pero no por ello poco lucrativa. Por lo general se usa la falacia ad misericordiam o el miedo. El esfuerzo empleado es mínimo para el beneficio recibido, por lo que la indigencia se convierte en una actividad muy racional. La respuesta a esta opción de vida, si así puede llamarse, exige un argumento poco liberal, y por tanto, poco tolerante. Pero no es la respuesta racional del exterminio (a la que puede llegar la ciudadanía en ausencia de la acción estatal), sino la razonable, de la eliminación de las bases materiales y mentales de la indigencia como forma de vida.

Si bien es cierto que la indigencia es en parte un parámetro económico, la indigencia como forma de vida está metida en la conciencia cultural de la ciudadanía egoísta de las grandes ciudades. No es la solución al problema de un individuo indigente y su agregación paulatina lo que dará solución al problema. No es tampoco solución alguna cambiarle el nombre o el concepto para dejar de ver al objeto. Habitar es casi una categoría ontológica. Para mis propósitos, habitar es algo que hacen los ciudadanos. Y los indigentes no alcanzan a ser ciudadanos en todo sentido.  Ser ciudadano, aunque se me acuse de cierto tipo de republicanismo, no sólo consiste en tener derechos, sino también en cumplir con ciertos deberes, entre ellos el de garantizar los derechos de los demás. No veo mucha capacidad en la indigencia de cumplir con ese grupo de deberes. No participan en la esfera pública, no hay comprensión política, ni hay tributación. No hay aporte social desde su labor (los limosneros), ni cultural (con contadas excepciones), ni ideológica, ni religiosa. Por el contrario su presencia deshace la red social. No tengo datos que lo confirmen, pero es posible especular respecto a la reducción de las intenciones de cooperación social de mucha gente en presencia de la indigencia (como forma de vida).

Seguramente hay algunas personas a quienes beneficia el crecimiento exponencial de la indigencia, particularmente aquellas que viven del microtráfico de narcóticos, siempre que aunque exagerada, la asociación entre indigencia y consumo de alucinógenos es verdadera. Rechazo la indigencia como forma de vida, y rechazo la tolerancia y el beneplácito que sienten algunas personas al “ayudar” al indigente. Este liberalismo egoísta perjudica a la ciudadanía misma. Muchos acusarán al sistema económico y aludirán al ejército de la reserva laboral. Pero ellos no están ahí. Están más abajo según las categorías marxistas. Se han transformado las calles y los parques, mucha gente tolera que los habitantes de calle los habiten y los usen como sus residencia sin ninguna consideración ética sobre el derecho a la igualdad o a la vida digna.

Creo que nuestra responsabilidad está en no tolerar más esta situación. Y en exigir una solución política a este problema cultural.      



*La imagen fue tomada de Ikarus Gallery Cultural Program https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggJf-lN7bmiYC0pKkobxzxSxImarsQfXzUfMZVyxCe7HVwVf_FcyQAh8z1DMFBHO1r8FA5Iw9tTNIXEqqx_4oGI8agrP2i1dDmGU7OfQnAP_X_rlzAhNP6QzMBO0O3j-MdAZNlqFpNMCu9/s320/Indigencia.JPG. 

martes, 22 de enero de 2013

Señor ladrón


Recientemente fui víctima de un atraco a mano armada. Haciendo un inventario de las pérdidas, más allá de los bienes de los que fui despojado perdí mi confianza hacia la sociedad, particularmente hacia los motociclistas. La facilidad con la que fui abordado me hizo pensar en la facilidad del sicariato, pero también en la facilidad con la que se pasa de un estado de relativa confianza a uno de nula confianza. Puede ser un efecto pasajero producto de la agresión, la amenaza y el daño causado, pero la emoción es particularmente desesperanzadora.

En una sociedad organizada la incertidumbre causada por la existencia de delincuentes parece anunciar el fin de las instituciones de derecho. Si bien puede acusarse a la propiedad de producir el efecto contrario, es decir, el incentivo material al despojo por cuanto existen probadas diferencias entre las propiedades de las distintas clases sociales, creo que no es suficiente. No es válido el argumento de que el ladrón roba porque no tiene con qué comer cuando anda en motocicleta y armado, a menos que también las haya robado. Creo que en ciertos casos hay ladrones dedicados al hurto profesionalmente. Si una persona puede vivir 25 o más años dedicado a actividades delictivas sin ser detectado, su actividad sí pudo haber minado la confianza entre los ciudadanos.

Y este no es un problema minúsculo, pues el único elemento con el que cuentan las sociedades para existir es la confianza.  Confiábamos en nuestros vecinos y confiábamos en las instituciones, pero ahora tenemos que poner rejas en todas las puertas y ventanas y pagar seguridad privada. Pequeños problemas de convivencia que no son solucionados a tiempo pueden crear verdaderos monstruos. Si el problema de la inseguridad ciudadana no es solucionado a tiempo, pronto tendremos un nuevo monstruo paramilitar ofreciendo seguridad y justicia a cualquier costo.

Una sociedad anárquica como esta en la que vivimos bajo el reino del neoliberalismo promueve el robo y el hurto porque no le interesa la institución de la propiedad sino la del consumo. Por lo anterior casi que puede asegurarse que los ladrones profesionales son sus elementos imprescindibles, puesto que promueven gastos que no estaban planificados, pérdidas que deben ser reparadas. Invirtiendo la frase de Hobbes, donde hay injusticia no puede haber propiedad. No hay Estado que proteja a los ciudadanos si la ciudadanía misma está descompuesta, si nadie puede estar frente a su casa con tranquilidad. Si la sospecha se apodera de todo el mundo las instituciones se derrumbarán.

El hurto resulta tan inmoral como la mentira y el asesinato, pues nadie desearía vivir en una sociedad donde cualquiera pudiese despojarlo a uno de sus bienes por su simple voluntad. Pero tiene una particularidad frente a la mentira y el asesinato, y es que los sentimientos que produce no son individualizables sino que, por el contrario, son algo general. La desconfianza se vuelve permanente y las formas de cooperación desaparecen.

No hay suficiente policía para vigilar a cada ciudadano, ni la habrá, ni los delincuentes comprenderán que cuando se hiere una parte del cuerpo no se hiere solo esa parte sino a todo el cuerpo.

        

La democracia vs los derechos

“ Pequeña fábula: érase una vez una comunidad de ovejas que hicieron una votación para definir si les convenía o no la decisión de los lob...