lunes, 17 de noviembre de 2014

Desarraigo y viviendas VIP

Esta administración distrital y quizá todas las anteriores no se ha preguntado por el verdadero deber de la ciudad dentro del proceso de reparación a las víctimas del conflicto armado. Tampoco se ha preguntado si es sostenible un crecimiento exacerbado y sin planificar de la población residente en su territorio. Por el contrario se ha dedicado a tratar de resolver los problemas que dicho crecimiento genera a diario. Amparada en sus ventajas económicas y en la idea de que las ciudades deben competir entre sí, Bogotá no se autolimita en su crecimiento, como si el agua o la movilidad no le preocuparan.      

Históricamente el crecimiento poblacional de Bogotá se explica como un producto vergonzante del desplazamiento forzado, consecuencia directa de la violencia que atraviesa la totalidad de la historia social y política colombiana (Molano, Alfredo, Desterrados, Crónicas del desarraigo). A mi parecer, esto ha creado una urbe compuesta mayoritariamente por desarraigados. Muchas ciudades crecen porque llegan a ellas habitantes que buscan nuevas oportunidades, en la nuestra llegan huyendo, buscando un escondite. Y esconderse no puede ser un sinónimo de habitar. Las formas de vida que se reconstruyen a partir de esta huida padecen la enfermedad del desarraigo.

Para Simone Weil el arraigo “es la necesidad más importante y desconocida del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. El ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro. Participación natural, es decir producida naturalmente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el medio. Cada ser humano tiene necesidad de múltiples raíces. Tiene necesidad de recibir la casi totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual, por intermedio de los ambientes de los que forma parte naturalmente"(Raíces del Existir, p.51).   

Ciudadanos que no pueden participar real ni activamente en la colectividad a la que se incorporan, ciudadanos que no pueden dar sus frutos por carecer de las raíces, padecen la enfermedad del desarraigo. Esta falta perjudica a la ciudad misma, destruye la necesaria cooperación entre sus integrantes y merma el potencial de la ciudadanía. No hay forma de saber si se puede curar el desarraigo o cuántas generaciones se necesitan para curarlo, pero en el ánimo de mantener vivas esas raíces y de participar en la reparación de las víctimas del conflicto, Bogotá debe repensar su papel.

El alcalde de Bogotá nos tiene acostumbrados a decisiones que apuntan más que a resolver problemas sociales a generar un impacto mediático. La prioridad del alcalde no está en la administración o en la gestión de la ciudad, sino en mantenerse vigente en boca de los medios, en hacer ruido, porque a fin de cuentas es este ruido y no la buena gestión lo que le permitirá a futuro obtener réditos políticos.

La despreocupación por el arraigo de los ciudadanos en Bogotá es un síntoma de la misma enfermedad. El alcalde de la ciudad gobierna desde el desarraigo, para él es una ciudad adoptiva y apenas un escalón en su carrera política. Invitar a más personas a vivir en Bogotá puede convertirse en un desacierto. No participar en su retorno y promover su residencia permanente en la ciudad puede traer resultados contrarios a los esperados.

La idea de la reparación, al menos como se entiende en Colombia incluye el retorno a ese lugar donde naturalmente se tienen las raíces. A pesar del problema de haber iniciado acciones de posconflicto antes de terminar el conflicto la iniciativa es más que adecuada, cada quién debe vivir donde mejor pueda desarrollar su ciudadanía, es decir, ejercer sus derechos y libertades básicas, tarea que no es sencilla si se padece desarraigo. Esta enfermedad no sería tan grave si no se padeciera también, casi que por las mismas causas, un ambiente de desigualdad e inequidad.


Insulsas resultan las quejas de aquellos ciudadanos que se oponen al uso de los terrenos públicos en zonas de estratos altos de la ciudad para la construcción de las viviendas de interés prioritario cuando se esgrimen desde la característica intolerancia bogotana. Ahora bien, Bogotá posee suficientes ciudadanos con necesidad de vivienda que no son desplazados, o que al menos no lo son en esta última ola de desplazamiento y que de alguna forma necesitan las condiciones básicas para garantizar la satisfacción de esa necesidad del alma de la que he hablado. 

sábado, 24 de mayo de 2014

El auge de la intolerancia



La muerte de un “habitante de calle” -Calidoso- causó revuelo en los medios colombianos hace unas semanas. Por una parte se especuló sobre los victimarios, bien una venganza personal, hipótesis que tomó fuerza y se confirmó, o bien el abuso de un grupo neonazi cuya presencia y hasta su patrocinio por parte de la Policía también fue noticia hace algunas semanas. Este hecho, directamente relacionado con un tema del que ya había escrito antes (Pseudociudadanía), y el tema siempre inquietante de la intolerancia, me ha hecho reflexionar sobre su auge en Colombia. 

Si bien se descartó la hipótesis de que la muerte de Calidoso hubiese sido producto de un ataque neonazi, no por ello se dejó de hablar en ciertos círculos de la “limpieza social” que se viene realizando por parte de este tipo de grupos contra los habitantes de calle y contra otras personas consideradas indeseables por algunos sectores de la sociedad. La existencia de grupos neonazis es un problema de orden público para las autoridades pero también es un problema cultural y político. No puede simplemente encasillarse como una de las subculturas colombianas, o como una de las expresiones juveniles, puesto que hay en ella grandes evidencias de intolerancia, por no hablar de que también hay delitos. Lo único intolerable es la intolerancia. 

Pero la intolerancia no es exclusiva de los neonazis, y por ello hay que enfrentarla donde quiera que surja. Poco a poco nuestra sociedad ha empezado a vivir una nueva crisis de tolerancia. Esto es producto, tal vez, del inacabable conflicto armado, o de la exclusión, o de la desigualdad o de la pobreza y en el mejor de los casos de la mala calidad de la educación. 

Los cristianos han vuelto a ser intolerantes, como en épocas de la inquisición o previas a la reforma protestante. Los liberales han olvidado la tolerancia y confluyen hacia un liberalismo económico, individualista pero ampliamente intolerante con lo que consideran indeseable. 

Los partidos que se dicen democráticos excluyen y no toleran dentro de sí expresiones de divergencia ni las menores contradicciones. Sexismo, homofobia, racismo, intolerancia religiosa, intolerancia política, intolerancia hacia otras fanaticadas, intolerancia al error, intolerancia a lo feo, intolerancia a lo bello, intolerancia a la música del otro, intolerancia a lo nuevo, intolerancia al otro y al espacio que ocupa son cada día más frecuentes en Colombia. Los titulares de todos los medios se llenan a diario con este tipo de eventos, y las soluciones parecen estar más lejos que cerca. La ley antidiscriminación desplazó el problema desde lo cultural hacia lo jurídico, pero allí tampoco se ha resuelto mucho

No se aprende la tolerancia por temor al castigo. E inclusive la simple tolerancia no es suficiente para la construcción de la ciudadanía. Adela Cortina se pronuncia en este sentido, la simple tolerancia no conlleva a la construcción de un colectivo, y sus límites aparecen cuando desde visiones del mundo diferentes, deseamos lo mismo. Ahí nos volvemos más intolerantes. Porque entramos en competencia, competimos por algo que es escaso. Hay que realizar una corrección de nuestros deseos. Y aquí es donde debe aparecer el tema de la justicia. Nuestra sociedad está llegando a límites insospechados de intolerancia como producto de las fallas en nuestras principales instituciones de justicia. 

Y para ilustrar esto vuelvo al caso de Calidoso. Después de su muerte, muchos de sus vecinos, los estudiantes de la Universidad Javeriana le rindieron homenaje, como si ser una persona decente ocultara lo poco digna que era la vida de dicho personaje. “Vivir” en la calle no es digno. La preocupación fue tardía y falaz. No fue el hecho de su asesinato la prueba reina de la intolerancia, sino el hecho de su vida en la calle. No se puede pensar que “vivir” en la calle sea una forma de vida que alguien escoja por uso de su propia razón. De modo que al homenajearlo se hizo un homenaje a la injusticia. La forma de reconocer que Calidoso era un ser humano, era haber intervenido a tiempo, ayudándolo a salir de la situación en la que se encontraba, reparando esa injusticia. 

Si nuestras instituciones de justicia funcionaran correctamente, seguramente los niveles de intolerancia serían mucho más bajos. Y esa tolerancia activa daría paso a la construcción de una verdadera ciudadanía. A tal punto que lo intolerable sería la corrupción, el delito, la falta de cultura ciudadana, y la injusticia, y no como lo es hoy en día.

¿Por qué yo no voto en blanco?

Este texto inicialmente fue un comentario a otro que defendía el voto en blanco. Yo, por mi parte no comparto la idea del valor tan alto que se le da al voto en blanco. Una opinión común de los defensores del voto en blanco es que este tiene un valor independiente y no un valor relativo por lo que afirmaciones como la de que el voto en blanco se le suma al que va ganando resultan prácticamente absurdas. Pero no por completo, pues pensar de este modo elude considerar que esa no es una afirmación literal, y que tiene un contenido de verdad, pues el voto en blanco resta votos a la opción alternativa, lo que en últimas se traduce en apoyo a la opción no alternativa. Pero no quiero extenderme en esa minucia.




He considerado desde hace tiempo que la opción del voto en blanco fue introducida subrepticiamente en las constituciones latinoamericanas, quizá iberoamericanas, probablemente con el auge del neoliberalismo en política (posición que promueve una preocupación menor por los asuntos políticos de parte de la ciudadanía. Me permito especular sobre e asunto, toda vez que no conozco una arqueología, o una historia siquiera, del voto en blanco. Para explicar un poco cómo entiendo este sistema de voto en blanco voy a usar una alegoría: supóngase un sistema político absolutamente liberalizado, donde las personas solo eligen a un candidato de una lista de opciones, de acuerdo al que consideren que presenta la mejor propuesta. Así como cuando uno está en el mercado escogiendo naranjas, si uno no encuentra una que le resulte apetecible o si todas le resultan demasiado costosas, pues no compra ninguna, es decir, vota en blanco, ejerce su libertad negativa. Pero todos sabemos que la política es una situación humana mucho más compleja y con mayores consecuencias que la escogencia de frutas en el mercado. 




Este comportamiento evidencia la inmadurez política de la sociedad bajo observación y no su madurez, como muchos piensan. Si una sociedad política está bien construida, todos los ciudadanos harán parte de algún partido o defenderán alguna posición (dentro de lo que se entiende como zoon politikón), con el objetivo de convencer a los demás ciudadanos, no de que no voten en blanco o de que voten, sino convencerlos de que abandonen su posición o ubicación política y se acerquen a la propuesta propia. 

Si por el contrario la sociedad política es inmadura, o menor de edad en términos kantianos, habrá que convencer a los ciudadanos de la importancia de votar, así como de la importancia de apoyar un partido, de la importancia de controlar a sus candidatos y/o representantes, es decir, habrá que convencerlos de que participar es importante. Si los candidatos que tenemos hoy en día no son interesantes, o satisfactorios, no es culpa de ellos, es culpa de la madurez del sistema político, y del grado de participación de la ciudadanía en eso que se llama realpolitik


La razón principal por la que no voto en blanco es porque doy por supuesto que el voto en blanco no va a solucionar el problema de los malos candidatos, ni una sociedad va a madurar por el golpe de opinión que generaría un hipotético triunfo del voto en blanco. Si ganara el voto en blanco, yo pregunto: ¿de dónde van a salir esos dichosos candidatos que representan al pueblo, pero no a determinados intereses económicos o partidarios?¿No resulta esto contradictorio? ¿No son los intereses de la ciudadanía también intereses económicos? ¿De que mundo político subterráneo o partidos nuevos van a salir esas personas parecidas a ángeles que nos van a salvar? ¿Cuánto tiempo se puede dar una sociedad para esperar que surjan estos líderes, teniendo presente que además de la emoción política de las elecciones también se necesita administración pública? 



Como alternativa al voto en blanco, lo que se necesita realmente es la madurez política de la sociedad. Es claro que candidatos como Juan Manuel Santos o nuestro pulquérrimo Zuluaga no llevarán a la sociedad a esa madurez política. Porque a ellos no les interesa ni les conviene. Les conviene, por el contrario, que la gente piense que el voto en blanco es una buena opción, bien porque envía un mensaje a los candidatos, o bien porque parece una alternativa inteligente, por irreverente y por muchas otras razones. Para mí la madurez política de la sociedad implica la politización de los ciudadanos. Independientemente de la posición política, considero que es mejor la vinculación formal a un partido y la participación en él, que el simple voto de opinión del que muchos son partidarios, particularmente cuando les conviene o cuando sienten que tienen opción de ganar, es decir, como si fueran miembros del partido del oportunismo. Siento que hay que dejar de lado el miedo a equivocarse y avanzar hacia la argumentación y la deliberación política, que son la manera correcta de construir un partido, y de llegar a la madurez política.

La democracia vs los derechos

“ Pequeña fábula: érase una vez una comunidad de ovejas que hicieron una votación para definir si les convenía o no la decisión de los lob...