La lealtad no es un tema estricto de filosofía política, sino de filosofía moral, pero se encuentra en la base de muchas de nuestras relaciones cotidianas. En la estructura de todas las organizaciones ha de incluirse si se quieren propósitos medianamente exitosos, ya sean éstas familias o partidos políticos, equipos de fútbol o empresas innovadoras. Al pensar en la lealtad, se me ocurre que la comprendemos mejor enlazando algunos ejemplos de traición que hemos presenciado ante nuestros ojos, y que, alcanzo a pensar, definen una buena parte de la historia política de nuestro tiempo. Mis ejemplos en este caso son el presidente Santos, el exsenador Petro, y los guerrilleros que se desmovilizan o que venden a sus superiores. Cuando hablamos de traición, reconocemos de inmediato la falta de lealtad y la falta de fidelidad. Estos dos valores ausentes, por una parte, dan un matiz sorprendente al panorama político por cuanto siempre suceden cosas que sólo la traición explica; y por otra, nos libran de peores consecuencias, toda vez que la traición desarticula, en ocasiones, esquemas de acción de corte inmoral e irresponsable: lo que no quiere decir que se justifique la traición, sino que apenas adquiere valor en el hecho último y por causa de la buena suerte de un resultado benéfico.
Ya es sabido por todos que el presidente Santos rompió los huevitos que le encargó su antecesor y los reemplazó por otros, bien, creyendo que nadie se daría cuenta, o bien con la intención de que todos nos diéramos cuenta. Si bien está recogiendo algunos frutos de lo sembrado en el gobierno que le antecedió, ya sabemos que en aquél se sembraron multitud de malas semillas, cuyos engendros deambulan hoy por campos y ciudades; el principal de ellos, es la pérdida del sentido moral que se intentó construir con la constitución del 91. Se perdió este sentido y lo vemos en que al menos en la “época del terrorismo” se conservaban algunos valores, buenos o malos -no viene al caso juzgar-; mientras que hoy, en la “época de la seguridad democrática” hay que horadar muy profundo para encontrar algún valor. La estrategia fue simple, desmoralizar a los ciudadanos, entregándoles a cambio de su sentido moral el sentido de la seguridad. Obviamente y dada la asociación entre seguridad y armas, el ciudadano sólo se siente seguro si tiene un arma en sus manos. Ante semejante panorama, y siendo el actual presidente más liberal que uribista, tuvo que traicionar a su antiguo jefe, entre otras razones porque la seguridad no sabía nadar y se fue inundando con el invierno. Haber perdido el sentido moral, aunado a la falta de principios de muchos funcionarios de la anterior administración, explica la delincuencia y la corrupción generalizada. Si este gobierno quería administrar algo, y hacer otra cosa que perseguir delincuentes y bandidos tenía que echar atrás algunas cosas, develar algunas “ausencias” de recursos, y esto aunque el método administrativo no haya variado. Para poder recomponer un poco la falta de principios no basta con cuestionar su ausencia, sino que hay tareas inmediatas, como la de devolverle el significado a la vida de muchos colombianos. La pérdida de sentido moral es un elemento paralelo a la pérdida paulatina de significado de la vida. Si bien la política no tiene por sí sola la capacidad de devolver tal significado, su desarrollo si representa una gran ayuda. Una mejor ejecución de los recursos públicos, una ejecución no corrupta impondrá mejores resultados en términos semánticos para la vida de las personas. En este sentido la reconfiguración próxima del poder local, si es cierta la hipótesis de la desintegración nacional del paramilitarismo, mostrará una pluralidad nunca antes vista, aunque seguramente de un semitono que muestra su ascendencia delictiva y su principio de acción: traicionar siempre que sea posible.
Pero de esto no se escapa la mal llamada oposición que ahora quiere co-gobernar. Me refiero al caso del exsenador Petro, quien ha mostrado que su principio de acción es el mismo de la mayoría. Sólo se puede llamar traición a lo que hace quien, ante un problema al interior de su familia, se va a dormir con la vecina o el vecino y a hablar mal de una problemática de la que seguramente es causa. Traición, en el más humilde de los significados es el incumplimiento de la palabra empeñada. Sólo que cuando hablamos de una colectividad, la sujeción de la conciencia individual a la expresión colectiva, conlleva el respeto al pronunciamiento colectivo. Si la democracia se funda sobre la traición y el irrespeto fundado en la usurpación de funciones judiciales, no quiero imaginarme que será lo no-democrático. Petro ha anunciado su postulación a la alcaldía de Bogotá, cuando se esperaba que apoyara al concejal de Roux en su aspiración. Así como denunció a sus copartidarios con la intención de ganar indulgencias con el electorado por su honestidad, desconociendo inocentemente, que el electorado, uribista en su mayoría, no estima tanto la honestidad como la condescendencia, ha traicionado a uno de los pocos que lo apoyaban desde el interior del Polo.
Pero las traiciones desde el interior, y en esto sí se hace más evidente la tendencia traidora, son más frecuentes en la ya casi inexistente insurgencia colombiana. La derrota principal a los llamados terroristas si bien no se dio militarmente, se ha dado moralmente. Muy pocos hoy en día son capaces de defender tal causa como justa o justificable. Y al interior de la organización ha germinado con éxito la semilla que plantó la ideología de la seguridad: la traición. Desde entonces no hay principios que valgan ni lealtades que no estén sujetas mediante la fuerza. La traición es el enemigo principal para ellos el día de hoy. Cualquiera que tenga información, por ignorante o raso que sea puede venderla al enemigo. Si la información es suficiente, la traición le acarrerá al traidor una nueva vida en alguna ciudad europea, el principio de oportunidad, y el mal más grande para los demás, la desconfianza total.
Cuando una sociedad organizada pierde la confianza, lo ha perdido todo. Lo que se llama contrato social, es en realidad una pauta generalizada de confianza, y cuando esta se rompe, empezamos a vivir en el estado de naturaleza. Desconfiamos del vecino, y del transeúnte, y ellos desconfían de nosotros. Sólo confiamos mediados por la fuerza, y por lo general la que engendra las armas. No confiamos tampoco en los gobernantes, toda vez que tampoco ofrecen muchas razones para hacerlo. Al perder la confianza hemos perdido la palabra. En esta medida, hemos perdido lo que realmente nos hace humanos, hemos traicionado nuestra humanidad y se le ha restado una gran parte del significado.