“Pequeña fábula: érase una vez una comunidad de ovejas que
hicieron una votación para definir si les convenía o no la decisión de los
lobos de volverse vegetarianos.”
Contrario a lo
que se nos enseña en la academia, según lo cual en toda nación donde hay
democracia hay un número alto de derechos humanos, en Colombia la democracia
parece ir por un camino distinto al que transitan los derechos. Y eso a pesar
de que se pensaba que, con la salida del uribismo del ejecutivo, la caída del
país hacia el autoritarismo se detendría. La contradicción que señalo es una
reedición del viejo problema de oposición entre democracia y constitucionalismo.
Argumento en estas líneas que la disonancia entre democracia y derechos en
Colombia nos viene llevando poco a poco, y a pesar del proceso de paz, hacia un
Estado aún más autoritario y hacia una ciudadanía con menos espíritu
democrático.
Los ciudadanos
seguimos aceptando esta escisión y se ha metido tanto en nuestra cultura
política y en nuestra concepción pública de justicia que hoy por hoy nos vemos
abocados a definir en un plebiscito si queremos o no la paz. A mi entender,
este tipo de decisiones no deben someterse a las mayorías, pues para eso se ha establecido
de antemano un gobierno y unas disposiciones constitucionales. Quiero discutir
acá los motivos por los cuales se busca que la paz sea aprobada por votación
popular. Resulta inverosímil que haya ciudadanos capaces de oponerse al bien en
grado sumo que resulta ser la paz. La apuesta del gobierno es disputar en las
urnas la última palabra sobre este tema, aún a riesgo de perder, dada la baja aceptación
que tiene el gobierno de Juan Manuel Santos por estos días, pero a
sabiendas de que posee un as bajo la manga, un
plan b, como lo han argumentado varias personalidades
políticas a lo largo de este año.
Acá entonces
sale a la luz una pregunta: Si no es necesario el plebiscito para la firma de
la paz, entonces ¿cuál es la razón de la realización del mismo? Razones puede
haber varias: complacer a las FARC que lo solicitaron en la Habana durante las
conversaciones; revestir con un manto de legitimidad a todo lo que se acuerde,
con el ánimo de que ningún gobierno posterior se disponga a echar atrás lo
acordado; hacer creer a los colombianos que participaron en la construcción de
la paz; dar un origen “democrático” a las decisiones que se tomen en adelante.
Pero hay a mi parecer una estrategia
profunda, que los negociadores de las FARC, en su ánimo de paz, quizá no alcanzaron
a ver: el de echar atrás los derechos. Sabíamos, por la teoría constitucional,
que toda norma se somete al cumplimiento irrestricto de lo establecido en la
constitución. Pero también sabíamos de la
ambigüedad de la Constitución del 91, indecisa entre la concesión de
derechos y la adopción del neoliberalismo.
El estallido de
la guerra narco-paramilitar de los años 90, y la irrupción de los EEUU en
Colombia, con su doble lucha anti-drogas y antiterrorista a principios del
siglo, a cambio de Libre Comercio, consolidaron esa línea de pensamiento que
hoy llamamos “uribismo” y que ya se estudiado hasta el hartazgo. Quienes se
identifican con este pensamiento le hacen el juego autoritario al mayoritarismo,
es decir, piensan que al ser una mayoría, por ese simple hecho, poseen la verdad. Por eso, se juega el destino de la paz en las urnas, donde, además, las
distintas corrientes políticas medirán sus fuerzas. Pero, más allá de esto,
está la idea de que todos los derechos se pueden someter, de nuevo, al criterio
de las mayorías, como si la razón y la coherencia no jugaran ningún papel en la
configuración de las sociedades democráticas.
Ahora
decidiremos en referendo si de verdad tenemos derecho a un medio ambiente sano,
al agua potable, o a la conservación de nuestros ecosistemas; asimismo se
discutirá si eso de la cadena perpetua está mal o está bien, si los
homosexuales deben tener o no derechos iguales a los demás, entre otras
iniciativas. Cuando se pensaba que la Constitución garantizaba la autonomía
territorial y la descentralización, aparecieron los grandes proyectos
minero-energéticos a crear el conflicto entre lo nacional y lo local, y los tribunales a tratar de mediar. Por
ello se les preguntará a los ciudadanos si desean o no un ambiente sano, o si
desean la guerra o no. En mi opinión ninguna de esas cosas debería preguntarse
y mucho menos ponerse en discusión, pues es lógico que tenemos derecho a la paz
y a un medio ambiente sano. Discutirlo, o ponerlo a votación trae como
consecuencia que podríamos, entonces, poner a decidir por mayoría la aplicación
o no de cualquier otro derecho. El gobierno descartó de primera mano la
posibilidad de aplicar la Constitución, ya que le conviene más la idea de que
haya decisiones mayoritarias en cada caso, aprovechando las debilidades de
nuestra democracia, puesto que la paz y la destrucción del medio ambiente se tocan
en algunos puntos relacionados con la prosperidad económica.
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