lunes, 17 de octubre de 2011

LA DEMOCRACIA NO BASTA


Hubo una época en la que era posible optar moralmente por la libertad o por la felicidad. Tal diferencia permitía saber si se compartía el utilitarismo o el liberalismo. Hoy  a comienzos del siglo XXI las opciones parecen haber cambiado, o escogemos la justicia o escogemos la democracia. El año 2011 ha sido particularmente revoltoso. En muchos lugares del mundo se han librado revoluciones o falsas revoluciones. Si soy coherente con el hecho de que es preferible una vida plena de significado a una escasamente significativa tengo que atender al hecho de que la vida democrática posee una pobreza de sentido en la medida que se eterniza como el único sistema posible (Paredes, 2009:21). La democracia desactiva la fuerza de acrecentamiento vital, la democracia es hostil a la vida (Ibíd.)

Cuando muchos creen que la democracia está fallando porque incumple sus promesas realmente está dejando de ver que esa es en esencia la democracia: el incumplimiento de promesas a través de las razones, de los límites. Cada vez que un gobierno que se precia de ser democrático incumple sus promesas expone las razones por las que no pudo cumplir y éstas se asocian generalmente a que tal gobierno democrático alcanzó sus límites. Desde hace mucho sabemos de los problemas del incumplimiento de las promesas, y hacemos juicios morales sobre aquellos individuos que incumplen promesas. Pero cuando lo no-individual, el colectivo, el Estado o la sociedad incumplen sus promesas no hacemos ningún juicio moral sino que individualizamos las responsabilidades y con ello las diluimos.

Lo cierto es que la democracia es en esencia el incumplimiento de las promesas. Por esa razón tenemos o no instituciones como la reelección. Si un gobernante no alcanzó a cumplir sus promesas entonces le otorgamos otro periodo para que las cumpla, o bien le quitamos el voto de confianza y nuevas promesas incumplidas llegarán a gobernarnos. La promesa más incumplida es la del uso razonable de la fuerza. ¿Está la guerra dentro de las promesas incumplidas? ¿O es la paz y la tranquilidad lo que esperamos desde que cedemos nuestra libertad al soberano? La paz es la promesa más incumplida de todos los gobiernos democráticos. En la actualidad hay 22 países en el mundo en guerra interna, en los cuales se celebran elecciones. Y hay otros en guerra externa, particularmente Estados Unidos quien libra dos guerras contra el mundo en general, la guerra contra el tráfico ilegal de narcóticos y sus derivados, y la guerra contra el terrorismo y sus favorecedores. De modo tal que la democracia no parece ser el antónimo por excelencia de la guerra, sino que por el contrario esta última hace parte de los modos de ser de la primera, especialmente cuando se decide por la intervención. Pero la democracia, en este tiempo, no basta. Existe un descontento generalizado en todos los países “democráticos” y hay elementos suficientes en el ambiente para pensar que tal descontento proviene de que el incumplimiento de las promesas, típico de la democracia, ha sobrepasado los límites. Este exceso no está tan relacionado con el asunto de hacer la guerra, sino con el funcionamiento de la economía que ha logrado abarcar tantos campos de la vida humana, que domina sobre todos ellos.

De nada sirven hoy las predicciones apocalípticas y tal vez sea hora de decir que la democracia ha llegado a su límite para resolver la cuestión de la vida en conjunto y hay que optar por la justicia hasta cuando esta llegue a sus propios límites. Si bien la justicia era en sí una parte constitutiva de todas las teorías democráticas hoy resulta ser la única candidata a sustituirlas. Cuando la gente veía tiranías pedía justicia, cuando la gente veía explotación pedía justicia, cuando la gente veía guerras intestinas pedía justicia, pero se les dio democracia, en el entendido de que la justicia provenía de alguna forma perfeccionada de democracia. Pero llevamos más de 200 años, como mundo occidental, con democracias extendiéndose por doquier y ni un año de justicia.

La justicia ha sido el tema por excelencia de todos los pensadores liberales de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Muchos de ellos dieron igual valoración injusta a los regímenes capitalistas explotadores que a las revoluciones que sumían a sus pueblos en el atraso con el fin de mantener una igualdad, que después de la caída abrupta del burocratismo de tales sociedades, se mostró como inexistente y falsa. Por eso tal vez sea necesario hoy en día la instauración de regímenes de justicia, cuyos dirigentes sean seleccionados al azar, de modo tal que la preocupación principal de estas nuevas sociedades sea la plenitud de significado y de fuerza vital, la apertura de posibilidades y no la preocupación por la elección venidera o el siguiente cargo a desempeñar para enriquecerse.


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Bibliografía 
Paredes, Diego (2009) La crítica de Nietzsche a la democracia. Ed. Universidad Nacional. 

domingo, 2 de octubre de 2011

La muerte nos habla de la libertad


Con ocasión del triunfo del pueblo egipcio sobre la persona de su dictador me surgió la necesidad de hacer una reflexión sobre el carácter esencialmente político de la muerte. En un ensayo de 1959 titulado “La ideología de la muerte” Herbert Marcuse nos muestra cómo el pensamiento y la filosofía occidental incluyeron la muerte dentro de la moralidad como el límite a la libertad. En una posición extrema la muerte fue entendida como el telos de la vida humana, en otra, igual de extrema, como un mero hecho biológico. Estas dos posiciones dieron origen a dos morales en contraste; por una parte, la aceptación estoica hacia lo inevitable, y por otra, la glorificación idealista de la muerte como lo que da significado a la vida o el paso hacia la “verdadera vida” (Marcuse, 1959:151). 

Para esta segunda moral la existencia humana se define en términos diferentes de ella misma, a tal punto que la existencia empírica ha de sacrificarse para obtener el beneficio de la verdadera existencia. La muerte que adquiere ese carácter ontológico no es solamente el final natural de la vida orgánica, sino que se ha convertido en parte de la existencia humana. Esta ontologización de un hecho natural conlleva a la cuestión por los criterios para determinar si los límites de la libertad son histórico-empíricos, o bien son ontológico-esenciales. Según Marcuse, ha existido una tendencia a presentar la necesidad empírica como necesidad ontológica, especialmente al pensar la muerte, no como un hecho, sino como una necesidad, dando por sentado la pertenencia de la muerte a la realización de la vida. El significado de la necesidad sólo se comprende como correlato de la libertad, en la medida que la muerte viene a constituirse en el límite de la libertad.   

El argumento de Marcuse reconoce la escasa fortuna de los esfuerzos humanos para hacer más larga la vida, así como la dificultad para conseguir que la muerte sea menos dolorosa. Tampoco es posible representarla como la realización humana, toda vez que muy pocas personas eligen la muerte como su fin último. La muerte sigue siendo un hecho natural, pero ha sido  exaltado por la filosofía desde sus orígenes. Marcuse destaca lo desarrollado por Platón, Hegel y Heidegger. En Sócrates, por ejemplo, se observa el sometimiento del cuerpo a la ley y el orden, lo que en algún modo irónico convierte a la muerte en la liberación de estas coerciones, al abrirse a una nueva vida. Esta tendencia, que desprecia la sensualidad en pro de la vida del espíritu, redefine la felicidad a priori, en términos de renuncia y autonegación. Para Marcuse esta aceptación glorificada de la muerte, conlleva la aceptación del orden político e instaura la moralidad en la filosofía. Con ello el filósofo alemán identifica una lucha a muerte al interior de las naciones “por la existencia”, lo que exige el acortamiento periódico de la vida. Pero la lucha por la prolongación de la vida depende de la capacidad intelectual humana y de cierta estructura instintiva, que haga de la vida un fin en sí mismo, y no un medio para mantener la existencia.

Hay una razón por la cual una vida como fin en sí mismo sería incompatible con las principales instituciones y los valores establecidos de la civilización: dadas las condiciones para lograr la prolongación de la vida humana como fin en sí mismo y para procurar una muerte sin dolor (lo que representaría una actitud positiva hacia la muerte), se puede deducir que éstas conllevarían a un suicidio en masa o a la disolución de toda ley u orden. Una de las razones que reconoce Marcuse para conservar la vida injusta que llevan muchas personas es precisamente el terror a la muerte. Ya en Platón se observa cómo la obediencia a la ley, sin la cual no puede haber sociedad ordenada, conduce a Sócrates a su propia muerte. Según este modo de ver, la vida se hace insuficiente, se convierte en una cárcel, en la que la única escapatoria es la muerte; la muerte se convierte en el paso necesario para acceder a la vida real, dado que en nuestra existencia fáctica todo es irreal.

Platón nos plantea una alternativa: en la polis ideal la muerte pierde su función trascendental, al menos para los gobernantes, puesto que viven en la verdad. De modo que, en una situación política en exceso distante de la polis ideal, el imperativo “vencer o morir” cabe dentro de la moralidad. El temor a la muerte, que durante tanto tiempo ha favorecido la cohesión en la organización de la sociedad, desaparece cuando la muerte se convierte en una institución social. Para Marcuse “Ninguna dominación es completa sin la amenaza de la muerte y sin el derecho reconocido a dispensar la muerte. Y ninguna dominación es completa si la muerte, institucionalizada de este modo, no se reconoce como algo más que una necesidad natural y un hecho bruto: como algo justificado y como una justificación (Cf. Marcuse, 1959:165). Bahrein, Yemen, Libia, Argelia, Egipto, Tunez, España, y probablemente Palestina, con sus diversos matices se ven en este momento enfrentados a la necesidad de resolver la contradicción que existe entre la vida y la libertad política. Colombia no se escapa de esta disyuntiva. Cada día vemos en la televisión, o en la prensa, manifestaciones en diferentes lugares del país, por el agua, las comunicaciones, la salud, el empleo, la corrupción, etc.,  y que a diferencia de lo que podría pensar el ejecutivo nacional no creo que sean planeadas desde la selva.  

La muerte no es evidentemente el mero hecho natural de la suspensión definitiva del proceso biológico, por lo señalado anteriormente. Por el contrario, es a partir de la muerte como se comprende realmente la estructura de la sociedad. Todas las necesidades insatisfechas son evidencia de la real existencia de la muerte. Si las instituciones de la sociedad no logran satisfacer tales necesidades en el amplio campo de lo que se conoce como el mundo de la vida, estarán favoreciendo entonces el mundo de la muerte. Al respecto Marcuse nos lo sigue advirtiendo, pues para él

la cohesión del orden social depende en considerable medida de la efectividad con que los individuos condesciendan con la muerte como algo más que con una necesidad natural; de su disposición a sacrificarse a sí mismos y a no luchar “demasiado” con la muerte. No hay que valorar demasiado la vida; al menos, no hay que valorarla como el bien supremo. El orden social exige conformarse a la servidumbre y a la resignación; exige heroísmo y el castigo del pecado. La civilización establecida no funciona sin un grado considerable de falta de libertad, y la muerte, la causa última de toda angustia, sostiene la falta de libertad.” (Cf. Marcuse, 1959:168).
Nuestro natural temor a la muerte en su sentido amplio es lo que nos mantiene sometidos. La desesperanza e impotencia que se generan ante hechos tan fuertes como la falta de futuro, o el reconocimiento del atraso en cuanto al conocimiento (analfabetismos), o el descubrimiento histórico de la falta de poder “para hacer algo”  se racionaliza en la forma de obligación moral.  (Cf. Marcuse, 1959:168-169).  Temas de reciente interés nacional como el aborto, los problemas de la salud, el desempleo, y la necesidad de darle fuerza a la justicia para que se esclarezca lo acontecido durante los últimos veinticinco o más años de víctimas y victimarios confluyen en la relación fundamental entre muerte y política. La moral que se ha venido formando como subproducto de tal proceso nos hace respetar instituciones imaginarias.  

El ejercicio de la política como venerable actividad tiene al parecer un objetivo: la justa distribución de la libertad. Pero en este hacer histórico se ha conocido el sacrificio del individuo en procura de la continuidad de la vida conjunta.

Aquí el “conjunto” no es la especie natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta totalidad, sin la afirmación instintiva de la prioridad del ser humano, puede estar en peligro de desintegración. […] La muerte que la sociedad impone a los individuos no es mera naturaleza: es también Razón. […]. A través de la muerte, […]  por obra del Estado, la civilización progresa” (Cf. Marcuse, 1959:169)

Lo decisivo en esta situación es el elemento de protesta. La impotencia de la protesta, la falta de poder para hacer algo, perpetúan el poder temido y odiado. Los pueblos que se están levantando no se levantan como clase, como esperarían los marxistas de todas las épocas; se levantan como esclavos, para recuperar su vida que ya no les pertenece, para recuperar esa subjetividad extraviada al buscar el progreso. La subjetividad de las redes sociales ha representado en estos acontecimientos, gran parte de su suerte, algún tipo de organización frente a la anarquía que ha generado la muerte progresista. La remisión a pensadores como Lukács es necesaria, para él la subjetividad es condición necesaria de toda transformación de la sociedad. Por eso tal vez lo primero que se reprime en una dictadura, a diferencia de lo que puede pensarse, no es la organización social, sino el desarrollo de la individualidad. No es en el individuo donde reside la libertad, pero sí es allí donde está la muerte. Y como vimos, la muerte nos habla de la libertad.    
           

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Bibliografía: Marcuse H, (1959) Ensayos sobre política y cultura. Ed. Planeta-Agostini

Justicia y Política


Redistribución, reconocimiento y participación son tres de los elementos que caracterizan una de las mejores concepciones de justicia que recuerdo, la de Nancy Fraser. Y resulta oportuno volver a ella para tener un punto de vista claro sobre lo que se pretende hacer cuando se dice que se va a reformar la justicia en Colombia. En una entrevista el expresidente Cesar Gaviria se refirió al tema como uno de los pendientes de la Constitución del 91. En el gobierno Uribe también se planteó la necesidad de la reforma y fracasó. Pero los temas fracasados en una legislatura perviven en los siguientes. Los temas no difieren; en aquel entonces se querían reformar las instancias judiciales, enfrentar la dificultad de acceso para los ciudadanos más pobres, evitar los choques de trenes, el abuso de la tutela y la inseguridad jurídica. Hoy en día, se alegan problemas administrativos, congestión judicial, y otros. “No se requiere una reforma constitucional”, argumentan unos, otros piden “una pequeña constituyente que impida el bloqueo constitucional”, pero ninguno evade la polisemia de la palabra justicia, ni se preocupa por su sentido. De hecho lo olvidan. Esto se demuestra en la preocupación porque la justicia no tenga contenido político, lo cual a mi parecer es una preocupación infundada, toda vez que lo que se acusa en el fondo, cuando se expresan tales preocupaciones, es la posible parcialidad partidista en la ejecución de la justicia. Hablar de una despolitización de la justicia es errado por cuanto el objeto por excelencia de la política es la justicia.  

El hecho de que la justicia sea entendida como una mera obligación de la rama judicial y no como una virtud de las demás instancias del poder o instituciones en Colombia, es un defecto del diseño institucional, cuyas evidencias se notan, por ejemplo, al comparar el número de escándalos de la salud en Colombia junto con el número de solicitudes de tutela del derecho a la salud. En una sociedad decente no es tarea exclusiva de los tribunales la defensa de la justicia. Entre muchas razones principalmente por la siguiente: la justicia es la virtud de las instituciones. De modo que, apelando a la definición fraseriana de justicia, nuestras instituciones tienen la tarea de preocuparse por la redistribución, el reconocimiento y la participación. Pero estas palabras asustan porque quieren decir libertad. La Constitución de 1991 al igual que las demás constituciones del mundo consagra la libertad en su interior, pero históricamente el presupuesto colombiano no le ha dado prioridad. El objeto de la justicia es la libertad, de lo contrario no tendría ningún sentido.

Nuestra atención se distrae entre el choque de trenes suscitado por la negativa de las altas cortes a aceptar la reforma propuesta por el ejecutivo y la negativa del ejecutivo a la propuesta del Consejo de Estado, o por preocupaciones como la doble instancia para los parlamentarios, los cuales aceptan, con ello, tácitamente la dificultad para no delinquir desde sus cargos. Como muchas reformas en Colombia, lo que ésta propone realmente no da una respuesta de fondo al problema de la justicia. Puede que éste sea la escasez del presupuesto, como se sostiene con frecuencia, o bien la falta de administración pública o bien la falta del sentido de justicia[1], pero la propuesta de reforma no atiende por el momento de modo suficiente a ninguno de estos elementos. Una breve lectura comparada entre el texto de la reforma (propuesta por el ejecutivo) y los artículos de la Constitución del 91 evidencia que sólo se planea la ampliación de los artículos de la Constitución, dejando la reforma necesaria pendiente y los verdaderos objetivos a eventuales leyes estatutarias, particularmente la que habrá de reglamentar la tutela.

La tutela ha sido desde su aparición la institución que mejor trabaja en procura de los tres elementos que caracterizan la concepción de la justicia de Fraser, toda vez que empodera al ciudadano frente a las acciones del Estado para que este se realice de acuerdo a los límites que impone la Constitución, cooperando de modo importante con el asunto del reconocimiento. Ahora bien, la justicia colombiana tiene muchos problemas asociados principalmente a los efectos de un equivocada distribución, pero si la reforma a la misma no se realiza con el fin de restablecer la justicia como pilar del Estado de derecho difícilmente se dará solución al problema de la justicia y lo que se haga no será más que unos pañitos de agua tibia para curar una enfermedad terminal.  Esta solución política al problema de la justicia requiere principalmente la participación, en el entendido de que la noción pública de justicia se construye a partir de unos principios clara y razonablemente establecidos, con lo que quiero decir que tales nociones no pueden darse a partir de la revisión en caliente la injusticia ni de las aspiraciones ciudadanas.  


[1] Capacidad moral que tenemos para juzgar cosas como justas, a partir de razones, actuando de acuerdo con tales juicios y deseando que los demás actúen del mismo modo (Rawls).  

martes, 26 de julio de 2011

Familia


El artículo 42 de nuestra Constitución Política establece que “La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”.

En estos días, con ocasión del eventual fallo de la Corte Constitucional sobre la prohibición histórica del matrimonio entre parejas del mismo sexo se ha discutido mucho sobre lo que es una familia. Pero hasta el momento no he visto una concepción coherente y convincente. A continuación planteo algunas preguntas 1. ¿Es realmente una familia la que conforman un hombre, una mujer y sus hijos? 2. ¿Es una familia la que conforman una madre y uno o más hijos? 3. ¿Es una familia la que conforman un hombre y una mujer que no tienen hijos? 4.¿Son familia, un padre y su hijo o hija? 5. ¿Es una familia un grupo de hermanos que no cuentan ya con la presencia de sus padres? ¿Son familia las familias no occidentales  y las que están presentes en nuestro territorio desde antaño en el que la figura tradicional está desdibujada? Un examen breve de las preguntas 2, 3, 4, 5 y 6 muestra cómo la familia es una institución definida por la sociedad, y por tanto tiene un fuerte asidero histórico, al punto que la palabra “familia” se ha empezado a usar como un mecanismo de cohesión social y para ello basta observar cómo en las redes sociales pueden conformarse familias con la sola intención de agrupar a determinadas personas como hermanos o primos e inclusive padres sin necesidad de demostrar vínculos mayores al afecto. Otros escenarios previos a las redes sociales ya permitían el uso de “familia” para expresar un grado alto de afecto al encajar adecuadamente en un determinado grupo social. “Son como mi familia” se solía decir.

Ahora bien, hay que hacer con estos elementos una consideración de otra índole. Cuando tratamos de definir algo solemos hacerlo de dos maneras. Una que llamamos extensiva y otra que suele llamarse intensiva. La primera manera consiste en hacernos un concepto a partir de la enumeración de los ejemplos a los que tenemos acceso, así  por ejemplo, nos hacemos a un concepto de número al observar el 1, el 2, el 3, etc. Del mismo modo nos hacemos un concepto de familia al observar las que están al interior de las preguntas 2, 3, 4 y 5. Pero así como al observar todos los números naturales, ello no nos da una adecuada definición del número, tampoco podemos hacernos una adecuada definición de lo que es una familia al observar las familias actualmente existentes o las que están reguladas en la ley. Me arriesgo a sugerir que ninguna institución es eterna y que, por tanto, en su interior hay cambios o nuevos arreglos en el consenso traslapado que le subyace, con el transcurrir del tiempo. Colombia requiere una definición intensiva de familia, y creo que la tiene en el mismo artículo que se usa para argumentar contra las familias diversas. Muy pocos negarán lo siguiente: “La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”.  Dicha reformulación deja entrever tres orígenes excluyentes: 1. los vínculos naturales, 2. el matrimonio, y 3. la voluntad responsable. Cualquiera de los tres, toda vez que la aparición del siguiente no implica la desaparición del precedente, nos informa del tipo de sociedad que se avecina y que los constituyentes tímidamente se atrevieron a anticipar. Además sugieren un orden cronológico. Podemos suponer en gracia de discusión que nos encontremos en la etapa en la que las familias se construyen a partir del matrimonio, y que es deseable que también se formen a partir de la voluntad responsable.   

El término familia tiene un origen etimológico poco afortunado. Viene del latin famulus y éste significa esclavo o grupo de esclavos. Pero podemos pensar que de alguna manera la familia es una institución justa. Paulatinamente el Estado y su poder coercitivo han venido interviniendo en un espacio que hasta hace poco era considerado como privado. El conflicto entre las esferas pública y privada del ser humano se ha librado principalmente en este escenario llamado familia. La construcción de la privacidad y la construcción de la vida pública se originan en este mismo lugar. Por eso el problema con las doctrinas comprensivas, expresadas por las iglesias cristianas, las cuales no ven más familia que las réplicas de la sagrada familia. Si la familia es realmente el núcleo de la sociedad, como dice la Constitución, puede que un cambio en el núcleo cambie la sociedad. ¿Y qué se ha buscado en Colombia desde hace décadas, más que un cambio en su sociedad?    
           

martes, 14 de junio de 2011

En defensa de la democracia

Esta semana el excandidato presidencial Antanas Mockus renunció a su Partido Verde, la última y más reciente aspiración de muchos colombianos por tener un gobierno honesto, gracias a la eventual alianza de esta colectividad con el partido de la U, con el fin de aspirar a la alcaldía de Bogotá. Con ocasión de este tema quiero plantear algunas observaciones sobre dos dificultades que engendra la consabida política de alianzas. La primera de ellas es la universalización de la tendencia a realizar alianzas. La segunda es la dilución de la responsabilidad política de los partidos.  

En democracias multipartidistas suelen surgir, para cada elección, una serie de alianzas con el ánimo de asegurarse una mayoría suficientemente amplia y, por lo general, el triunfo en las aspiraciones a los cargos ejecutivos. Tales alianzas permanecen con posterioridad a la victoria. O por lo contrario, la representación de las alianzas gubernamentales o parlamentarias, se postulan como alianzas electorales. En Colombia esta suerte de práctica fue facilitada por la más reciente reforma política. Pero a mi parecer tal práctica engendra un problema que atañe al sentido mismo de la existencia de la democracia. El procedimiento de alianzas pese a que puede favorecer cualidades democráticas como la permanencia de una mejor gobernabilidad y procurar una mayor estabilidad, no puede universalizarse porque hace insignificante la existencia del procedimiento democrático mismo. La práctica de realizar alianzas puede describirse como la reducción de dos agendas políticas o dos ordenaciones de valores políticos a una sola. Tal práctica no puede universalizarse como principio de la democracia, porque nos conduce inmediatamente a la existencia de un partido único o de algo semejante, a la supresión de las diferencias ideológicas o a la  subvaloración de las mismas, a la dilución de la responsabilidad política, y a una nueva y esquizofrénica política totalitaria, puesto que las diferencias quedan ocultas bajo un supuesto manto de consenso y unidad.

Toda unidad se construye mediante una determinada exclusión. En este caso el incremento del tamaño de la coalición legislativa-ejecutiva sólo evidenciará la pre-existencia de una clase dirigente a la que no le interesa la representación de los ciudadanos ni su participación a la hora de la toma de decisiones, puesto que han logrado una adecuada repartición de las cuotas burocráticas. La muy cuestionable existencia de un partido único, se asemeja a la existencia de una pluralidad de partidos políticos pero que hacen parte de una unidad de gobierno, por cuanto no es posible que haya una adecuada representación del pluralismo al interior de las instituciones en las que tiene alcance la distribución del poder. Aunque es frecuente en la historia política colombiana la preeminencia de cacicazgos políticos, y pese a que estos han sobrevivido a las diferentes reformas políticas, parece existir aquí una primacía del clientelismo por encima de la ideología. Si un partido a puede unirse a nivel local, en un determinado distrito electoral con un partido b, pero en otro lo hace con un partido c, en donde los partidos b y c son contradictores políticos, tal esquizofrenia solo puede ser indicador de relaciones clientelares y del olvido de los aspectos ideológicos. Pero esto resulta más grave aún cuando los partidos a, b, y c disuelven las diferencias políticas que los justifican, en aras de cumplir una supuesta agenda nacional, sin procurar un consenso a partir de tales diferencias, sino predicando el unanimismo a partir de los mismos fines, pese a tener principios diferentes. Los regímenes de partido único por lo general son vistos como regímenes violadores de derechos humanos, donde se ahogan libertades políticas y se impide el debate libre de ideas. Una política de alianzas maximizada, esto es, que incluya todos los partidos existentes, se hará la pregunta de para qué debatir si se puede decidir. Y aún si tal maximización no logra ser absoluta, si mermará a tal punto el carácter de la oposición que no tendrá sentido su existencia. 
Las democracias sin oposición existen, pero su eficiencia deja mucho que desear. Y en todo caso nunca garantizan la alternación de poder.

Tal característica introduce el segundo aspecto a problematizar de la tendencia radical a la creación de alianzas que es la dilución de la responsabilidad política. ¿A quién se harán los reclamos cuando la administración pública fracase, o a quien se castigará por su ineptitud para conseguir los fines para los que se eligió, o por su corrupción, si es imposible distinguir su filiación política, y además es la única opción. El transfuguismo, tan frecuente en estas tierras, se introdujo como elemento constitucional al consagrar la posibilidad de realizar alianzas, puesto que el mismo principio guía ambas prácticas. La mismidad del criterio, el mismo esquema de valores políticos, hace posible que un candidato hoy haga parte de una colectividad y mañana de otra. El viejo refrán de si no puedes con tu enemigo, únetele, es la consigna de la actual política colombiana. Si las diferencias políticas se resuelven por el consenso electoral y clientelar no vale la pena mantener la democracia. Si además la clase dirigente no se las ve con la clase dirigida, tal régimen es inútil. Por eso la renuncia de Mockus es significativa, porque si todo vale, nada vale.

jueves, 9 de junio de 2011

Crisis de Liderazgo


Cada día se nota más que en Colombia hay una escasez de líderes sorprendente. Hay que mirar sólo un poco, los candidatos a la presidencia en 2010, ahora figuran dentro de la lista de candidatos a las mayores alcaldías colombianas. No es por nada pero los favoritos para la alcaldía bogotana o ya han sido alcaldes, o fueron grandes candidatos a otras instancias de poder en el país, y dado que resultaron perdedores, entonces son los grandes candidatos a otros espacios. O bien Bogotá tendrá un perdedor recompensado o tendrá un “experto conocedor de la ciudad” (vg. un exalcalde), y para ello basta ver la reciente encuesta publicada por Semana. Los perfiles de los candidatos que “lideran”, evidencian, por encima del supuesto conocimiento de la ciudad su falta de principios políticos y la tenencia esquizofrénica de valores políticos, que valga decirlo, cambian con la dirección del viento. Pienso que no hay que elegir al que más liderazgo parezca tener, sino hacer líder a quien ofrezca mejores garantías de realizar nuestros principios en la administración de Bogotá. Esto, bajo el supuesto de que los colombianos tengamos alguna suerte de principios.

Esta duda me permite introducir el asunto al que realmente quiero referirme cuando hablo de crisis de liderazgo. El único liderazgo realmente existente es el de la crisis. La expresión “el liderazgo de la crisis” tiene dos sentidos, el primero de ellos es el de quien lidera durante la crisis, y el segundo es el de la preeminencia de tal estado de cosas. Lo que digo, lo digo con más fuerza hacia el segundo sentido. Crisis quiere decir, eventualmente, ruptura, y la ruptura de los principios en Colombia es la que puede explicar el estado actual del liderazgo político. La debilidad de los partidos políticos en el país se debe, quizás, y en esto tal vez no coincida con los expertos, al hecho de que siempre andan en busca de un líder que o bien los represente, o bien los oriente. Toda representación implica una distancia entre aquello que es la representación y eso que es representado. Todo aquello que necesita una orientación, por lo general, está desorientado.  El tamaño de la distancia del primer caso, por lo general coincide con el rango de desorientación del segundo caso. Así, lo que suele llamarse la base política está corrientemente distanciada de sus líderes y, tal vez por ello, desorientada.

“Crisis” es tal vez la palabra más usada para referirse al devenir histórico de la política y la sociedad colombianas. No existe un texto sobre el tema que no pase por allí, al punto de convertirse en un lugar común en muchos textos, lo cual, sin embargo, no le resta capacidad analítica. Al respecto sólo tengo un comentario y es la regresión ad infinitum en la que está inmerso dicho análisis, bajo el supuesto de que la modernidad misma es una crisis perpetua. La crisis de la crisis de la crisis… etc. Al referirme al papel de lo que se llama la base política, considerando que la situación de “distanciada y desorientada” sea cierta, estoy buscando alejarme de la democracia representativa, cuyos vicios ya conocemos. La designación de nuestros gobernantes, dentro de la democracia representativa, no ha logrado esquivar los vicios de ésta. Uribe Vélez se mostró como el menos distante y como el mejor líder, pero ahora sabemos que las apariencias engañan, y que estar cerca de la gente cada semana, no es garantía de nada. Para los conocedores, la democracia deliberativa y unos valores políticos no individualistas serían la solución. Pero las leyes no se cambian con la razón, y la historia tiene demasiada fuerza, para que los valores sean cambiados en el corto plazo.     
         
Este pesimismo sólo demuestra una cosa. No importa quién sea el próximo alcalde, ni cuan altos sean sus principios morales, el problema real de la ciudad y del país es la democracia representativa. 

domingo, 27 de marzo de 2011

Democracia de Víctimas


La aprobación de la ley de víctimas nos revela la esencia de la democracia colombiana, no una democracia de ciudadanos sino una democracia de víctimas. En Colombia, la ciudadanía parece haberse construido a partir de la victimización. La ley de víctimas puede ser un intento de reconocer este hecho. Pero este hecho encierra una contradicción en sí mismo. Por definición un ciudadano es un individuo que tiene una serie de derechos y deberes toda vez que se reconoce inmerso en una determinada institucionalidad. La pertenencia a la ciudad le otorga una serie de protecciones específicas que difícilmente podría tener por fuera de un ordenamiento o una institucionalidad, y en esto radica su ciudadanía y sus obligaciones como ciudadano. Usualmente se llama “víctima” a una persona que ha perdido una buena parte de tales protecciones, y que por tal razón ha sufrido, por lo general en su cuerpo, cierto tipo de violencia; así este cuerpo ha sido por lo menos desarraigado, maltratado, enfermado y callado. También es probable que se haya atentado en tal violencia contra las bases de sus creencias y convicciones más profundas y que por tal motivo se encuentre en una especie de limbo cultural. Con estas condiciones presentes, no se puede pensar la democracia en los mismos términos en los que se piensa en sociedades (tal vez ideales), en las que los ciudadanos no han construido su ciudadanía a partir de una serie de privaciones. Ser ciudadano quiere decir contar con la protección de la ciudad, de la ley. Ser víctima entonces es la cara opuesta a aquella situación, estar desprotegido. ¿Qué sentido puede tener hacer parte de la ciudadanía si tal pertenencia no implica la imposibilidad de ser víctimas?


Al vérnoslas con el concepto de víctima, nos enfrentamos a dos binomios de interés. El primero de ellos es el que se establece entre víctima y no-víctima. Esto establece una diferencia entre dos clases de ciudadanos (unos plenos en garantías y libertades y otros apenas de nombre). La ley de víctimas pretende en primer lugar el reconocimiento de quiénes son las víctimas. En segundo lugar promueve la restitución de su ciudadanía y por tanto el restablecimiento de esa condición básica de la democracia. Acá, en términos rawlsianos se está cumpliendo con el principio de diferencia, cuando a los menos beneficiados les son devueltos sus derechos por medio de un esfuerzo colectivo de los no-víctimas. Esto, en sí mismo, también procura el desarrollo de la igualdad.  Pero cuando consideramos el segundo binomio, en el que nos enfrentamos a la relación entre víctima y victimario, tenemos un problema mayor. La mayoría de víctimas lo fueron de algún “alias”, desconocieron el nombre de su agresor. Y cuando sabían algo apenas conocían su nombre genérico. La pérdida del alias, la recuperación del verdadero nombre del agresor conlleva beneficios para las víctimas. He aquí el punto por donde empieza a tejerse la verdad y a descubrirse la reparación. El derecho a la verdad, por más abstracto que ello pueda ser, y por más inentendible que resulte está contemplado en el art 23 de la ley. Responde a la asociación teórica entre verdad y dignidad y procura que no se repita la victimización. ¿Pero cuál verdad? ¿Cuánta verdad necesita una democracia como la colombiana para funcionar?¿Cuánta reparación requiere nuestra institucionalidad? ¿Cuánta dignidad requiere nuestra persona moral para recomponerse dentro del reino de los fines?  

Cuando hablamos de ley de víctimas también hablamos de víctimas de la ley. Es importante rememorar aquella costumbre campesina de referirse al personal de la policía como “la ley”. Las víctimas son víctimas de la ley cuando ésta no funciona o cuando funciona parcializada, o cuando directamente se convierte en victimaria. Sin duda las agresiones a la ciudadanía provienen de múltiples actores pero la ley sólo reparará las de aquellos delitos que se relacionan directamente con el conflicto armado. Las demás víctimas, las del modelo educativo, o del modelo de desarrollo o del modelo de justicia, o del modelo de salud, las víctimas de la pobreza en general seguirán desamparadas.   

domingo, 20 de febrero de 2011

La traición política


La lealtad no es un tema estricto de filosofía política, sino de filosofía moral, pero se encuentra en la base de muchas de nuestras relaciones cotidianas. En la estructura de todas las organizaciones ha de incluirse si se quieren propósitos medianamente exitosos, ya sean éstas familias o partidos políticos, equipos de fútbol o empresas innovadoras. Al pensar en la lealtad, se me ocurre que la comprendemos mejor enlazando algunos ejemplos de traición que hemos presenciado ante nuestros ojos, y que, alcanzo a pensar, definen una buena parte de la historia política de nuestro tiempo. Mis ejemplos en este caso son el presidente Santos, el exsenador Petro, y los guerrilleros que se desmovilizan o que venden a sus superiores. Cuando hablamos de traición, reconocemos de inmediato la falta de lealtad y la falta de fidelidad. Estos dos valores ausentes, por una parte, dan un matiz sorprendente al panorama político por cuanto siempre suceden cosas que sólo la traición explica; y por otra, nos libran de peores consecuencias, toda vez que la traición desarticula, en ocasiones, esquemas de acción de corte inmoral e irresponsable: lo que no quiere decir que se justifique la traición, sino que apenas adquiere valor en el hecho último y por causa de la buena suerte de un resultado benéfico.
Ya es sabido por todos que el presidente Santos rompió los huevitos que le encargó su antecesor y los reemplazó por otros, bien, creyendo que nadie se daría cuenta, o bien con la intención de que todos nos diéramos cuenta. Si bien está recogiendo algunos frutos de lo sembrado en el gobierno que le antecedió, ya sabemos que en aquél se sembraron multitud de malas semillas, cuyos engendros deambulan hoy por campos y ciudades; el principal de ellos, es la pérdida del sentido moral que se intentó construir con la constitución del 91. Se perdió este sentido y lo vemos en que al menos en la “época del terrorismo” se conservaban algunos valores, buenos o malos -no viene al caso juzgar-; mientras que hoy, en la “época de la seguridad democrática” hay que horadar muy profundo para encontrar algún valor. La estrategia fue simple, desmoralizar a los ciudadanos, entregándoles a cambio de su sentido moral el sentido de la seguridad. Obviamente y dada la asociación entre seguridad y armas, el ciudadano sólo se siente seguro si tiene un arma en sus manos. Ante semejante panorama, y siendo el actual presidente más liberal que uribista, tuvo que traicionar a su antiguo jefe, entre otras razones porque la seguridad no sabía nadar y se fue inundando con el invierno. Haber perdido el sentido moral, aunado a la falta de principios de muchos funcionarios de la anterior administración, explica la delincuencia y la corrupción generalizada. Si este gobierno quería administrar algo, y hacer otra cosa que perseguir delincuentes y bandidos tenía que echar atrás algunas cosas, develar algunas “ausencias” de recursos, y esto aunque el método administrativo no haya variado. Para poder recomponer un poco la falta de principios no basta con cuestionar su ausencia, sino que hay tareas inmediatas, como la de devolverle el significado a la vida de muchos colombianos. La pérdida de sentido moral es un elemento paralelo a la pérdida paulatina de significado de la vida. Si bien la política no tiene por sí sola la capacidad de devolver tal significado, su desarrollo si representa una gran ayuda. Una mejor ejecución de los recursos públicos, una ejecución no corrupta impondrá mejores resultados en términos semánticos para la vida de las personas. En este sentido la reconfiguración próxima del poder local, si es cierta la hipótesis de la desintegración nacional del paramilitarismo, mostrará una pluralidad nunca antes vista, aunque seguramente de un semitono que muestra su ascendencia delictiva y su principio de acción: traicionar siempre que sea posible.  
Pero de esto no se escapa la mal llamada oposición que ahora quiere co-gobernar. Me refiero al caso del exsenador Petro, quien ha mostrado que su principio de acción es el mismo de la mayoría. Sólo se puede llamar traición a lo que hace quien, ante un problema al interior de su familia, se va a dormir con la vecina o el vecino y a hablar mal de una problemática de la que seguramente es causa. Traición, en el más humilde de los significados es el incumplimiento de la palabra empeñada. Sólo que cuando hablamos de una colectividad, la sujeción de la conciencia individual a la expresión colectiva, conlleva el respeto al pronunciamiento colectivo. Si la democracia se funda sobre la traición y el irrespeto fundado en la usurpación de funciones judiciales, no quiero imaginarme que será lo no-democrático. Petro ha anunciado su postulación a la alcaldía de Bogotá, cuando se esperaba que apoyara al concejal de Roux en su aspiración. Así como denunció a sus copartidarios con la intención de ganar indulgencias con el electorado por su honestidad, desconociendo inocentemente, que el electorado, uribista en su mayoría, no estima tanto la honestidad como la condescendencia, ha traicionado a uno de los pocos que lo apoyaban desde el interior del Polo.

Pero las traiciones desde el interior, y en esto sí se hace más evidente la tendencia traidora, son más frecuentes en la ya casi inexistente insurgencia colombiana. La derrota principal a los llamados terroristas si bien no se dio militarmente, se ha dado moralmente. Muy pocos hoy en día son capaces de defender tal causa como justa o justificable. Y al interior de la organización ha germinado con éxito la semilla que plantó la ideología de la seguridad: la traición. Desde entonces no hay principios que valgan ni lealtades que no estén sujetas mediante la fuerza. La traición es el enemigo principal para ellos el día de hoy. Cualquiera que tenga información, por ignorante o raso que sea puede venderla al enemigo. Si la información es suficiente, la traición le acarrerá al traidor una nueva vida en alguna ciudad europea, el principio de oportunidad, y el mal más grande para los demás, la desconfianza total.

Cuando una sociedad organizada pierde la confianza, lo ha perdido todo. Lo que se llama contrato social, es en realidad una pauta generalizada de confianza, y cuando esta se rompe, empezamos a vivir en el estado de naturaleza. Desconfiamos del vecino, y del transeúnte, y ellos desconfían de nosotros. Sólo confiamos mediados por la fuerza, y por lo general la que engendra las armas. No confiamos tampoco en los gobernantes, toda vez que tampoco ofrecen muchas razones para hacerlo.  Al perder la confianza hemos perdido la palabra. En esta medida, hemos perdido lo que realmente nos hace humanos, hemos traicionado nuestra humanidad y se le ha restado una gran parte del significado.
                        

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