Con ocasión
del triunfo del pueblo egipcio sobre la persona de su dictador me surgió la
necesidad de hacer una reflexión sobre el carácter esencialmente político de la
muerte. En un ensayo de 1959 titulado “La ideología de la muerte” Herbert
Marcuse nos muestra cómo el pensamiento y la filosofía occidental incluyeron la
muerte dentro de la moralidad como el límite a la libertad. En una posición
extrema la muerte fue entendida como el telos
de la vida humana, en otra, igual de extrema, como un mero hecho biológico.
Estas dos posiciones dieron origen a dos morales en contraste; por una parte,
la aceptación estoica hacia lo inevitable, y por otra, la glorificación
idealista de la muerte como lo que da significado a la vida o el paso hacia la
“verdadera vida” (Marcuse, 1959:151).
Para esta segunda moral la existencia
humana se define en términos diferentes de ella misma, a tal punto que la
existencia empírica ha de sacrificarse para obtener el beneficio de la verdadera
existencia. La muerte que adquiere ese carácter ontológico no es solamente el
final natural de la vida orgánica, sino que se ha convertido en parte de la
existencia humana. Esta ontologización de un hecho natural conlleva a la
cuestión por los criterios para determinar si los límites de la libertad son
histórico-empíricos, o bien son ontológico-esenciales. Según Marcuse, ha
existido una tendencia a presentar la necesidad empírica como necesidad
ontológica, especialmente al pensar la muerte, no como un hecho, sino como una
necesidad, dando por sentado la pertenencia de la muerte a la realización de la
vida. El significado de la necesidad sólo se comprende como correlato de la
libertad, en la medida que la muerte viene a constituirse en el límite de la
libertad.
El argumento
de Marcuse reconoce la escasa fortuna de los esfuerzos humanos para hacer más
larga la vida, así como la dificultad para conseguir que la muerte sea menos
dolorosa. Tampoco es posible representarla como la realización humana, toda vez que muy pocas personas eligen la
muerte como su fin último. La muerte sigue siendo un hecho natural, pero ha
sido exaltado por la filosofía desde sus
orígenes. Marcuse destaca lo desarrollado por Platón, Hegel y Heidegger. En
Sócrates, por ejemplo, se observa el sometimiento del cuerpo a la ley y el
orden, lo que en algún modo irónico convierte a la muerte en la liberación de estas
coerciones, al abrirse a una nueva vida. Esta tendencia, que desprecia la
sensualidad en pro de la vida del espíritu, redefine la felicidad a priori, en
términos de renuncia y autonegación. Para Marcuse esta aceptación glorificada
de la muerte, conlleva la aceptación del orden político e instaura la moralidad
en la filosofía. Con ello el filósofo alemán identifica una lucha a muerte al
interior de las naciones “por la existencia”, lo que exige el acortamiento
periódico de la vida. Pero la lucha por la prolongación de la vida depende de
la capacidad intelectual humana y de cierta estructura instintiva, que haga de
la vida un fin en sí mismo, y no un medio para mantener la existencia.
Hay una
razón por la cual una vida como fin en sí mismo sería incompatible con las
principales instituciones y los valores establecidos de la civilización: dadas
las condiciones para lograr la prolongación de la vida humana como fin en sí
mismo y para procurar una muerte sin dolor (lo que representaría una actitud
positiva hacia la muerte), se puede deducir que éstas conllevarían a un
suicidio en masa o a la disolución de toda ley u orden. Una de las razones que
reconoce Marcuse para conservar la vida injusta que llevan muchas personas es precisamente
el terror a la muerte. Ya en Platón se observa cómo la obediencia a la ley, sin
la cual no puede haber sociedad ordenada, conduce a Sócrates a su propia
muerte. Según este modo de ver, la vida se hace insuficiente, se convierte en
una cárcel, en la que la única escapatoria es la muerte; la muerte se convierte
en el paso necesario para acceder a la vida real, dado que en nuestra
existencia fáctica todo es irreal.
Platón nos
plantea una alternativa: en la polis ideal la muerte pierde su función
trascendental, al menos para los gobernantes, puesto que viven en la verdad. De
modo que, en una situación política en exceso distante de la polis ideal, el
imperativo “vencer o morir” cabe
dentro de la moralidad. El temor a la muerte, que durante tanto tiempo ha
favorecido la cohesión en la organización de la sociedad, desaparece cuando la
muerte se convierte en una institución social. Para Marcuse “Ninguna dominación
es completa sin la amenaza de la muerte y sin el derecho reconocido a dispensar
la muerte. Y ninguna dominación es completa si la muerte, institucionalizada de
este modo, no se reconoce como algo más que una necesidad natural y un hecho
bruto: como algo justificado y como una justificación (Cf. Marcuse, 1959:165). Bahrein,
Yemen, Libia, Argelia, Egipto, Tunez, España, y probablemente Palestina, con
sus diversos matices se ven en este momento enfrentados a la necesidad de resolver
la contradicción que existe entre la vida y la libertad política. Colombia no
se escapa de esta disyuntiva. Cada día vemos en la televisión, o en
la prensa, manifestaciones en diferentes lugares del país, por el agua, las
comunicaciones, la salud, el empleo, la corrupción, etc., y que a diferencia de lo que podría pensar el
ejecutivo nacional no creo que sean planeadas desde la selva.
La muerte no
es evidentemente el mero hecho natural de la suspensión definitiva del proceso
biológico, por lo señalado anteriormente. Por el contrario, es a partir de la
muerte como se comprende realmente la estructura de la sociedad. Todas las
necesidades insatisfechas son evidencia de la real existencia de la muerte. Si
las instituciones de la sociedad no logran satisfacer tales necesidades en el
amplio campo de lo que se conoce como el
mundo de la vida, estarán favoreciendo entonces el mundo de la muerte. Al
respecto Marcuse nos lo sigue advirtiendo, pues para él
“la cohesión del orden social depende en
considerable medida de la efectividad con que los individuos condesciendan con
la muerte como algo más que con una necesidad natural; de su disposición a
sacrificarse a sí mismos y a no luchar “demasiado” con la muerte. No hay que
valorar demasiado la vida; al menos, no hay que valorarla como el bien supremo.
El orden social exige conformarse a la servidumbre y a la resignación; exige
heroísmo y el castigo del pecado. La civilización establecida no funciona sin
un grado considerable de falta de libertad, y la muerte, la causa última de
toda angustia, sostiene la falta de libertad.” (Cf. Marcuse, 1959:168).
Nuestro
natural temor a la muerte en su sentido amplio es lo que nos mantiene sometidos.
La desesperanza e impotencia que se generan ante hechos tan fuertes como la
falta de futuro, o el reconocimiento del atraso en cuanto al conocimiento
(analfabetismos), o el descubrimiento histórico de la falta de poder “para hacer algo” se racionaliza en la forma de obligación moral.
(Cf. Marcuse, 1959:168-169). Temas de reciente interés nacional como el
aborto, los problemas de la salud, el desempleo, y la necesidad de darle fuerza
a la justicia para que se esclarezca lo acontecido durante los últimos veinticinco
o más años de víctimas y victimarios confluyen en la relación fundamental entre
muerte y política. La moral que se ha venido formando como subproducto de tal
proceso nos hace respetar instituciones imaginarias.
El ejercicio
de la política como venerable actividad tiene al parecer un objetivo: la justa
distribución de la libertad. Pero en este hacer histórico se ha conocido el
sacrificio del individuo en procura de la continuidad de la vida conjunta.
Aquí el “conjunto” no es la especie
natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y
relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta
totalidad, sin la afirmación instintiva de la prioridad del ser humano, puede
estar en peligro de desintegración. […] La muerte que la sociedad impone a los
individuos no es mera naturaleza: es también Razón. […]. A través de la muerte,
[…] por obra del Estado, la civilización
progresa” (Cf. Marcuse, 1959:169)
Lo decisivo en
esta situación es el elemento de protesta. La impotencia de la protesta, la
falta de poder para hacer algo, perpetúan el poder temido y odiado. Los pueblos
que se están levantando no se levantan como clase, como esperarían los
marxistas de todas las épocas; se levantan como esclavos, para recuperar su
vida que ya no les pertenece, para recuperar esa subjetividad extraviada al
buscar el progreso. La subjetividad de las redes sociales ha representado en
estos acontecimientos, gran parte de su suerte, algún tipo de organización
frente a la anarquía que ha generado la muerte progresista. La remisión a pensadores
como Lukács es necesaria, para él la subjetividad es condición necesaria de
toda transformación de la sociedad. Por eso tal vez lo primero que se reprime
en una dictadura, a diferencia de lo que puede pensarse, no es la organización
social, sino el desarrollo de la individualidad. No es en el individuo donde
reside la libertad, pero sí es allí donde está la muerte. Y como vimos, la
muerte nos habla de la libertad.
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