domingo, 2 de octubre de 2011

La muerte nos habla de la libertad


Con ocasión del triunfo del pueblo egipcio sobre la persona de su dictador me surgió la necesidad de hacer una reflexión sobre el carácter esencialmente político de la muerte. En un ensayo de 1959 titulado “La ideología de la muerte” Herbert Marcuse nos muestra cómo el pensamiento y la filosofía occidental incluyeron la muerte dentro de la moralidad como el límite a la libertad. En una posición extrema la muerte fue entendida como el telos de la vida humana, en otra, igual de extrema, como un mero hecho biológico. Estas dos posiciones dieron origen a dos morales en contraste; por una parte, la aceptación estoica hacia lo inevitable, y por otra, la glorificación idealista de la muerte como lo que da significado a la vida o el paso hacia la “verdadera vida” (Marcuse, 1959:151). 

Para esta segunda moral la existencia humana se define en términos diferentes de ella misma, a tal punto que la existencia empírica ha de sacrificarse para obtener el beneficio de la verdadera existencia. La muerte que adquiere ese carácter ontológico no es solamente el final natural de la vida orgánica, sino que se ha convertido en parte de la existencia humana. Esta ontologización de un hecho natural conlleva a la cuestión por los criterios para determinar si los límites de la libertad son histórico-empíricos, o bien son ontológico-esenciales. Según Marcuse, ha existido una tendencia a presentar la necesidad empírica como necesidad ontológica, especialmente al pensar la muerte, no como un hecho, sino como una necesidad, dando por sentado la pertenencia de la muerte a la realización de la vida. El significado de la necesidad sólo se comprende como correlato de la libertad, en la medida que la muerte viene a constituirse en el límite de la libertad.   

El argumento de Marcuse reconoce la escasa fortuna de los esfuerzos humanos para hacer más larga la vida, así como la dificultad para conseguir que la muerte sea menos dolorosa. Tampoco es posible representarla como la realización humana, toda vez que muy pocas personas eligen la muerte como su fin último. La muerte sigue siendo un hecho natural, pero ha sido  exaltado por la filosofía desde sus orígenes. Marcuse destaca lo desarrollado por Platón, Hegel y Heidegger. En Sócrates, por ejemplo, se observa el sometimiento del cuerpo a la ley y el orden, lo que en algún modo irónico convierte a la muerte en la liberación de estas coerciones, al abrirse a una nueva vida. Esta tendencia, que desprecia la sensualidad en pro de la vida del espíritu, redefine la felicidad a priori, en términos de renuncia y autonegación. Para Marcuse esta aceptación glorificada de la muerte, conlleva la aceptación del orden político e instaura la moralidad en la filosofía. Con ello el filósofo alemán identifica una lucha a muerte al interior de las naciones “por la existencia”, lo que exige el acortamiento periódico de la vida. Pero la lucha por la prolongación de la vida depende de la capacidad intelectual humana y de cierta estructura instintiva, que haga de la vida un fin en sí mismo, y no un medio para mantener la existencia.

Hay una razón por la cual una vida como fin en sí mismo sería incompatible con las principales instituciones y los valores establecidos de la civilización: dadas las condiciones para lograr la prolongación de la vida humana como fin en sí mismo y para procurar una muerte sin dolor (lo que representaría una actitud positiva hacia la muerte), se puede deducir que éstas conllevarían a un suicidio en masa o a la disolución de toda ley u orden. Una de las razones que reconoce Marcuse para conservar la vida injusta que llevan muchas personas es precisamente el terror a la muerte. Ya en Platón se observa cómo la obediencia a la ley, sin la cual no puede haber sociedad ordenada, conduce a Sócrates a su propia muerte. Según este modo de ver, la vida se hace insuficiente, se convierte en una cárcel, en la que la única escapatoria es la muerte; la muerte se convierte en el paso necesario para acceder a la vida real, dado que en nuestra existencia fáctica todo es irreal.

Platón nos plantea una alternativa: en la polis ideal la muerte pierde su función trascendental, al menos para los gobernantes, puesto que viven en la verdad. De modo que, en una situación política en exceso distante de la polis ideal, el imperativo “vencer o morir” cabe dentro de la moralidad. El temor a la muerte, que durante tanto tiempo ha favorecido la cohesión en la organización de la sociedad, desaparece cuando la muerte se convierte en una institución social. Para Marcuse “Ninguna dominación es completa sin la amenaza de la muerte y sin el derecho reconocido a dispensar la muerte. Y ninguna dominación es completa si la muerte, institucionalizada de este modo, no se reconoce como algo más que una necesidad natural y un hecho bruto: como algo justificado y como una justificación (Cf. Marcuse, 1959:165). Bahrein, Yemen, Libia, Argelia, Egipto, Tunez, España, y probablemente Palestina, con sus diversos matices se ven en este momento enfrentados a la necesidad de resolver la contradicción que existe entre la vida y la libertad política. Colombia no se escapa de esta disyuntiva. Cada día vemos en la televisión, o en la prensa, manifestaciones en diferentes lugares del país, por el agua, las comunicaciones, la salud, el empleo, la corrupción, etc.,  y que a diferencia de lo que podría pensar el ejecutivo nacional no creo que sean planeadas desde la selva.  

La muerte no es evidentemente el mero hecho natural de la suspensión definitiva del proceso biológico, por lo señalado anteriormente. Por el contrario, es a partir de la muerte como se comprende realmente la estructura de la sociedad. Todas las necesidades insatisfechas son evidencia de la real existencia de la muerte. Si las instituciones de la sociedad no logran satisfacer tales necesidades en el amplio campo de lo que se conoce como el mundo de la vida, estarán favoreciendo entonces el mundo de la muerte. Al respecto Marcuse nos lo sigue advirtiendo, pues para él

la cohesión del orden social depende en considerable medida de la efectividad con que los individuos condesciendan con la muerte como algo más que con una necesidad natural; de su disposición a sacrificarse a sí mismos y a no luchar “demasiado” con la muerte. No hay que valorar demasiado la vida; al menos, no hay que valorarla como el bien supremo. El orden social exige conformarse a la servidumbre y a la resignación; exige heroísmo y el castigo del pecado. La civilización establecida no funciona sin un grado considerable de falta de libertad, y la muerte, la causa última de toda angustia, sostiene la falta de libertad.” (Cf. Marcuse, 1959:168).
Nuestro natural temor a la muerte en su sentido amplio es lo que nos mantiene sometidos. La desesperanza e impotencia que se generan ante hechos tan fuertes como la falta de futuro, o el reconocimiento del atraso en cuanto al conocimiento (analfabetismos), o el descubrimiento histórico de la falta de poder “para hacer algo”  se racionaliza en la forma de obligación moral.  (Cf. Marcuse, 1959:168-169).  Temas de reciente interés nacional como el aborto, los problemas de la salud, el desempleo, y la necesidad de darle fuerza a la justicia para que se esclarezca lo acontecido durante los últimos veinticinco o más años de víctimas y victimarios confluyen en la relación fundamental entre muerte y política. La moral que se ha venido formando como subproducto de tal proceso nos hace respetar instituciones imaginarias.  

El ejercicio de la política como venerable actividad tiene al parecer un objetivo: la justa distribución de la libertad. Pero en este hacer histórico se ha conocido el sacrificio del individuo en procura de la continuidad de la vida conjunta.

Aquí el “conjunto” no es la especie natural, la humanidad: se trata más bien de la totalidad de instituciones y relaciones que han creado los hombres a lo largo de su historia. Esta totalidad, sin la afirmación instintiva de la prioridad del ser humano, puede estar en peligro de desintegración. […] La muerte que la sociedad impone a los individuos no es mera naturaleza: es también Razón. […]. A través de la muerte, […]  por obra del Estado, la civilización progresa” (Cf. Marcuse, 1959:169)

Lo decisivo en esta situación es el elemento de protesta. La impotencia de la protesta, la falta de poder para hacer algo, perpetúan el poder temido y odiado. Los pueblos que se están levantando no se levantan como clase, como esperarían los marxistas de todas las épocas; se levantan como esclavos, para recuperar su vida que ya no les pertenece, para recuperar esa subjetividad extraviada al buscar el progreso. La subjetividad de las redes sociales ha representado en estos acontecimientos, gran parte de su suerte, algún tipo de organización frente a la anarquía que ha generado la muerte progresista. La remisión a pensadores como Lukács es necesaria, para él la subjetividad es condición necesaria de toda transformación de la sociedad. Por eso tal vez lo primero que se reprime en una dictadura, a diferencia de lo que puede pensarse, no es la organización social, sino el desarrollo de la individualidad. No es en el individuo donde reside la libertad, pero sí es allí donde está la muerte. Y como vimos, la muerte nos habla de la libertad.    
           

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Bibliografía: Marcuse H, (1959) Ensayos sobre política y cultura. Ed. Planeta-Agostini

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