miércoles, 21 de agosto de 2013

Sobre el derecho a la protesta

Cuando escucho hablar del derecho a la protesta, siento en el ambiente una equívoca noción, como si la protesta fuese lo correcto. Para mí la protesta no es lo correcto sino la corrección. No considero la protesta como un derecho, sino como algo extra, algo externo, algo que da forma al Estado de derecho, a las instituciones básicas de la sociedad.

Nuestros gobernantes autorizan y limitan cada protesta, y piden que se proteste dentro de cierta “normalidad”, que no haya excesos y que “por supuesto” no se trasgreda contra los derechos de otros ciudadanos. Y ahí es donde veo el mayor error. Creo que necesariamente la protesta debe afectar los derechos de los demás ciudadanos, y esto por dos razones, la primera, para que los demás ciudadanos se enteren del propósito de corrección (las causas o motivos de la protesta), la segunda, para que la institución contra la que se protesta tenga un motivo más para corregirse (atender los motivos de la protesta), puesto que evita la continuidad de la afectación de los derechos de los ciudadanos no inmiscuidos en dicha protesta.

Una intuición básica al analizar la protesta es que su motivo se relaciona siempre con una pretensión de justicia, es decir, de corrección de una desigualdad bien en el punto de partida, bien en el punto de llegada. Dentro de la lógica misma de la protesta se encuentra una cierta gradación, que va desde la casi inofensiva realizada mediante oficios y por lo general ante las cortes, hasta la que implica acciones de hecho, desobediencia civil que necesariamente viola unas leyes con el fin de cuestionar otras o de reorientar el accionar del gobierno. La apelación a la violencia no cabe dentro de la definición liberal de desobediencia civil. Esta es vista como una garantía del orden constitucional, siempre que no sea violenta y que sean sinceras las intenciones de los manifestantes. Cuando se sobrepasa pueden comenzar los conflictos armados, se legitiman todo tipo de violencias y las pretensiones originales se diluyen en la búsqueda de la responsabilidad.  

Pero se sobrepasan por lo general cuando los motivos de su protestas, cuando sus desavenencias con las instituciones, no son atendidas. Ahora bien, podría encontrarse cierto grado de normalidad en la protesta en países como Colombia donde hay tanta institución deficiente. Pero la normalidad debería ser la inexistencia de causas para la protesta, la garantía plena de la igualdad en el punto de partida y ciertas correcciones en los resultados. Normalizar la protesta y aceptarla dentro de nuestras rutinas, acomodarnos a las protestas sin atender a sus peticiones y pedirles en cambio que no alteren nuestra vida, es como decirles: “ustedes no serán incluidos” y sus problemas no nos incumben.

Esa incumbencia puede significar el éxito o el fracaso de una protesta.  Cuando los motivos de los manifestantes son bien recibidos en las esferas pública y privada, dicho recibimiento puede generar algún tipo de cambio. Normalizar las protestas, acotarlas a la mínima incomodidad, puede aumentar el problema en lugar de resolverlo. En una sociedad organizada dichas protestas reciben como respuesta su transformación en las principales propuestas políticas de las siguientes elecciones. En Colombia, por lo contrario, se acusa a ciertos políticos de provocar dichas protestas, de incitarlas, como si no fueran también ellas una forma de expresión política de ciertos sectores que se sienten excluidos o perjudicados por las condiciones iniciales en las que tienen que jugar política y socialmente. Y que necesariamente deben convertirse en votos.


En una sociedad organizada las protestas de hoy en contra del gobierno  se transforman en los votos de mañana a favor de la oposición, siempre que ésta proponga cosas diferentes a las del gobierno de turno y siempre que haya elecciones libres. 

miércoles, 7 de agosto de 2013

¿Qué tanta distopía hay en The hunger games?


Los Juegos del Hambre son una versión radical de lo que hoy conocemos como realities. Pero son un acontecimiento cuyo origen se asocia al fin de las libertades civiles de los “distritos” que “participan”, como castigo a una antigua rebelión infructuosa. La diferencia entre el modo de vida de los habitantes del distrito 12 y la de los habitantes del lugar donde se realizan los juegos es significativa. Tal diferencia es suficiente para sostener que las razones materiales para una rebelión están establecidas. Hasta hace muy poco pude ver esta película y más allá del argumento trágico-cómico del romance de los protagonistas hay un elemento  que a mi parecer ilustra muy bien una de las iniquidades que sociedades como la colombiana viven a diario. Seleccionar algunos jóvenes para que luchen en un ritual más que sacrificial por cosas etéreas.

Es imposible sostener con evidencia la existencia de una gran conspiración mediática-militar en Colombia, como la que existe en la película. Pero se acerca. Basta ver la parafernalia del desfile militar del 20 de julio y la manera como esa heroicidad se fija en las mentes de los más pequeños. ‘Tributo’, en la película, se refiere al joven que cada distrito entrega cada año para la realización de los juegos, así como las poblaciones más pobres en Colombia entregan cada año a sus jóvenes para nuestra propia versión del juego, sólo que aquí hay doble tributación, pues las poblaciones entregan sus jóvenes tanto al Ejército y sus distritos de reclutamiento como a la guerrilla y otros grupos, así como en la película, sin derecho a negarse. Una pregunta surge al comparar nuestra realidad con la ficción ¿quién se divierte con este juego? La respuesta no es evidente, pero a algún lugar tienen que ir los más de veinte billones anuales de pesos que se gastan en seguridad y defensa de parte del gobierno nacional y algún otro tanto gastado por el otro contrincante. En alguna parte deben estar los beneficiarios de la guerra en Colombia.

Nuestros juegos (nuestro conflicto armado) también son televisados. La perversión de la guerra es mostrada como si no lo fuera a través de la falsa noción de noticias que poseemos en Colombia. En nuestra realpolitik el patrocinio a unos tributos da réditos políticos, mientras que hacerlo a otros los quita. Nuestro castigo ya casi completa 70 años. Pero tampoco le desagrada mucho a la población colombiana, sólo unos cuantos se asquean por la guerra, a los demás les falta empatía. Y muchas veces a todos nos falta esa capacidad de percibir lo que el otro puede sentir en un determinado contexto, en nuestro caso, cuando uno de nuestros jóvenes se marcha a la guerra. Por eso, preguntarse por lo distópico de la película no resulta vano. Por el contrario nos acerca a una reflexión sobre la posibilidad de que llegue un día en que la muerte nos parezca completamente divertida, como si tan solo hiciera parte de un reality.      

La democracia vs los derechos

“ Pequeña fábula: érase una vez una comunidad de ovejas que hicieron una votación para definir si les convenía o no la decisión de los lob...