Esta administración
distrital y quizá todas las anteriores no se ha preguntado por el verdadero
deber de la ciudad dentro del proceso de reparación a las víctimas del
conflicto armado. Tampoco se ha preguntado si es sostenible un crecimiento
exacerbado y sin planificar de la población residente en su territorio. Por el
contrario se ha dedicado a tratar de resolver los problemas que dicho crecimiento
genera a diario. Amparada en sus ventajas económicas y en la idea de que las
ciudades deben competir entre sí, Bogotá no se autolimita en su crecimiento, como
si el agua o la movilidad no le preocuparan.
Históricamente el
crecimiento poblacional de Bogotá se explica como un producto vergonzante del desplazamiento
forzado, consecuencia directa de la violencia que atraviesa la totalidad de
la historia social y política colombiana (Molano, Alfredo, Desterrados, Crónicas del desarraigo). A mi parecer, esto ha creado una urbe
compuesta mayoritariamente por desarraigados. Muchas ciudades crecen porque
llegan a ellas habitantes que buscan nuevas oportunidades, en la nuestra llegan
huyendo, buscando un escondite. Y esconderse no puede ser un sinónimo de
habitar. Las formas de vida que se reconstruyen a partir de esta huida padecen
la enfermedad del desarraigo.
Para Simone Weil el arraigo “es la necesidad más importante y
desconocida del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. El ser
humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la
existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y
ciertos presentimientos del futuro. Participación natural, es decir producida
naturalmente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el medio. Cada ser
humano tiene necesidad de múltiples raíces. Tiene necesidad de recibir la casi
totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual, por intermedio de los
ambientes de los que forma parte naturalmente"(Raíces del Existir, p.51).
Ciudadanos que
no pueden participar real ni activamente en la colectividad a la que se
incorporan, ciudadanos que no pueden dar sus frutos por carecer de las raíces,
padecen la enfermedad del desarraigo. Esta falta perjudica a la ciudad misma,
destruye la necesaria cooperación entre sus integrantes y merma el potencial de
la ciudadanía. No hay forma de saber si se puede curar el desarraigo o cuántas
generaciones se necesitan para curarlo, pero en el ánimo de mantener vivas esas
raíces y de participar en la reparación de las víctimas del conflicto, Bogotá
debe repensar su papel.
El alcalde de
Bogotá nos tiene acostumbrados a decisiones que apuntan más que a resolver
problemas sociales a generar un impacto mediático. La prioridad del alcalde no
está en la administración o en la gestión de la ciudad, sino en mantenerse
vigente en boca de los medios, en hacer ruido, porque a fin de cuentas es este
ruido y no la buena gestión lo que le permitirá a futuro obtener réditos
políticos.
La
despreocupación por el arraigo de los ciudadanos en Bogotá es un síntoma de la
misma enfermedad. El alcalde de la ciudad gobierna desde el desarraigo, para él
es una ciudad adoptiva y apenas un escalón en su carrera política. Invitar a
más personas a vivir en Bogotá puede convertirse en un desacierto. No
participar en su retorno y promover su residencia permanente en la ciudad puede
traer resultados contrarios a los esperados.
La idea de la
reparación, al
menos como se entiende en Colombia incluye el retorno a ese lugar donde
naturalmente se tienen las raíces. A pesar del problema de haber iniciado
acciones de posconflicto antes de terminar el conflicto la iniciativa es más
que adecuada, cada quién debe vivir donde mejor pueda desarrollar su
ciudadanía, es decir, ejercer sus derechos y libertades básicas, tarea que no
es sencilla si se padece desarraigo. Esta enfermedad no sería tan grave si no
se padeciera también, casi que por las mismas causas, un ambiente de
desigualdad e inequidad.
Insulsas
resultan las quejas de aquellos ciudadanos que se oponen al uso de los terrenos
públicos en zonas de estratos altos de la ciudad para la construcción de las
viviendas de interés prioritario cuando se esgrimen desde la característica
intolerancia bogotana. Ahora bien, Bogotá posee suficientes ciudadanos con
necesidad de vivienda que no son desplazados, o que al menos no lo son en esta
última ola de desplazamiento y que de alguna forma necesitan las condiciones
básicas para garantizar la satisfacción de esa necesidad del alma de la que he
hablado.