Pienso que la paz no se puede
negociar, y esto por dos razones. La primera es que la paz no es un bien en el
sentido económico del término. Si así fuera, veríamos a los especuladores
negociando futuros de paz en la bolsa de valores y especulando con los precios
y utilidades de las mismas. De la paz se puede hablar, se puede establecer, se
puede pensar. Pero me parece que no es simplemente el acuerdo de unas
voluntades que encuentran ventajas en no agredirse. La paz es un predicado de
un tipo de equilibrio social, no el cese de un conflicto armado. La segunda
razón proviene de lo anterior, puesto que si la paz se pudiera acordar y fuera
realmente ventajosa para todos los que participan de tal acuerdo, ya se habría
logrado.
Si bien lo anterior, Colombia
necesita el cese del conflicto armado. También es cierto que no se alcanzará la
paz hasta mucho después de que se depongan las armas. Inclusive puede pensarse
en que la paz es apenas una idea reguladora, un estado ideal de conciencia como
sugieren algunos, de modo que tampoco sería una esperanza verdadera. Así como
no se puede decretar la paz tampoco se puede firmar la paz. La justicia
transicional nos ha enseñado que para que los conflictos lleguen a su fin con
la firma de algún tratado, ambas deben ceder en sus aspiraciones. Las
aspiraciones de la insurgencia colombiana, si nos remitimos a su discurso y no
a sus acciones tienen que ver con el asunto espinoso de la justicia social, es
decir, en pocas palabras aspiran a una mayor igualdad entre los colombianos.
Las aspiraciones del Estado colombiano, si nos limitamos nuevamente a su
discurso fundacional y no a sus acciones, es decir, a los términos de la
Constitución del 91, puede resumirse en el respeto a las instituciones
democráticas, incluido por supuesto el derecho a la vida.
Ahora bien, he señalado aquí
algo que Rawls llama la estipulación. Esa distancia que se
establece entre los principios de justicia que aceptan los participantes de
determinada institución y la restricción que se hace de los mismos para poder
integrar una organización más pequeña que la sociedad, como la familia. La estipulación, como mecanismo, nos permite
introducir argumentos propios de la cultura de trasfondo en la cultura
política. Nuestra cultura política, aunque viciada por el clientelismo, el
fraude, la coerción, la falta de partidos fuertes ideológicamente, la
abstención, la compra de votos y otras formas de corrupción, tiene como
propósito el fin del conflicto armado. Sin algún tipo de estipulación, como
supone el uribismo radical que debe darse el fin del conflicto armado colombiano
tendríamos a una insurgencia entregando las armas y afrontando procesos judiciales
por infinidad de delitos, abarrotando aún más las ya hacinadas instituciones
carcelarias colombianas, e introduciendo en la ya congestionada y lenta
justicia colombiana una infinidad de procesos.
Esta gran estipulación ha de
permitir una justicia transicional para que la sociedad disuelva en la
ciudadanía a la actual insurgencia, lo que a su vez ha de transformar a la
ciudadanía. Por su parte, la insurgencia también ha de participar en la
estipulación y tendrá que integrar en su concepción más básica la idea de que
es posible sin apelar a las armas conseguir una mayor igualdad en esta
sociedad.
Puede que tal estipulación
tenga consecuencias a nivel de justicia internacional por lo que se ha avanzado
en esta materia con posterioridad a la segunda guerra mundial y a la entrada en
vigencia de los tratados de derecho. Pero también puede que sea preferible el
fin de una guerra y el perdón de unos crímenes a su perpetuación en el tiempo.
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