Las palabras que escribo a continuación son producto de una reflexión sobre la búsqueda de la solución al problema de la ilegalidad de la producción, tráfico y consumo de estupefacientes, o el problema de la legalización y su relación con la democracia. Más allá de la consideración frecuente sobre la relación negativa entre narcotráfico y política mis palabras acá se enfocan sobre la relación entre consumo y democracia, en caso de una probable legalización.
La lucha contra las drogas ha
resultado infructuosa. La discusión a nivel internacional permanece en el plano
de la doble moral, pues mientras las instituciones policiales de todo el mundo
persiguen empresas de narcotraficantes, otras empresas se lucran de la venta de
armas y precursores para su producción, así como muchas entidades financieras
se soportan del lavado de activos que realizan los traficantes. Organizaciones de corte
conservador perseveran en su interés de mantener alejado este “demonio” de las
drogas de las casas y escuelas, abocándose permanentemente en el
prohibicionismo, en abierta restricción de muchos derechos fundamentales y
completamente cerrados a la discusión sobre la legalización.
Independientemente de los
cálculos estimados por los economistas sobre los
beneficios producto de la legalización, mi preocupación se asocia con los
efectos directos del consumo sobre el votante. Se estima que un 5% de la
población mundial consume estupefacientes bajo un régimen
de prohibicionismo. Podría pensar que bajo un régimen de legalización total
este porcentaje podría alcanzar valores cercanos a los del cigarrillo (cerca
del 20% de la población mundial) aunque es una afirmación sin mayores
fundamentos. Es sabido que hay una diferencia real entre los adictos y los
consumidores ocasionales en un escenario prohibicionista; no conozco tampoco el
alcance estimado de esta relación en un escenario no prohibicionista. Para los intereses de este texto me concentro exclusivamente en algunos
efectos de los estupefacientes y lo que estos podrían significar a la hora de
tomar decisiones políticas.
Se dice que los estupefacientes
afectan las capacidades físicas y
mentales, pero son diferentes si se toma en cuenta si son
depresores, estimulantes o alucinógenos. Por tal razón es viable considerar que sus efectos sobre la
decisión del votante serán diferentes. No me preocupan acá los efectos sobre el
cuerpo humano, sino sobre la voluntad. Lo más probable es que la legalización
del depresor más común después del alcohol, o sea la heroína, conlleve a más abstencionismo, toda vez que un buen número de personas vota gracias a un sentimiento de participación que no sería posible dentro de una depresión, y si
es que hay alguna relación entre abstencionismo y depresión.
En cuanto a la legalización de la
cocaína, más allá de soportar las arduas tareas de la democracia su efecto
psicológico no alteraría en mayor medida las decisiones políticas sino que las
haría inclusive más rápidas, porque esta sustancia exacerba las emociones y los
sentimientos pero no los transforma en otra cosa. La decisión de la legalización no debería tomarse a partir
de supuestos sino a partir de una
verdadera experimentación científica. No me ha sido posible conseguir datos,
más allá de preguntarle a algunos conocidos, acerca de cómo decide una persona
bajo los efectos de la cocaína, y sobre cómo reacciona a la frustración o a la
decepción, emociones muy frecuentes en la vida política. Tampoco me es posible
conocer la capacidad de concentración para tareas como los cálculos matemáticos y las
estimaciones acerca del futuro las cuales, desde mi punto de vista, resultan de
interés para la democracia.
Me preocupan sin embargo los
efectos de los alucinógenos, como la marihuana, por cuanto bajo el consumo de estos la realidad sí se altera;
sensaciones irreales, percepciones fantasiosas y alucinaciones se producen cuando se consume. Haciendo estas pesquisas, sin experimentación, me es imposible determinar qué tanto se fijan las percepciones producidas durante el consumo y qué tanta
conciencia hay posteriormente sobre tales alteraciones de la realidad, y por supuesto, qué tanto influyen estas alucinaciones a la hora de tomar decisiones políticas.
Un punto de vista liberal
permitiría una relativa tolerancia a la vida democrática en medio
del trance, aunque con las mismas restricciones que se han impuesto al consumo
de alcohol. La legalización desde esta posición no haría más atractivo el consumo de las sustancias mencionadas que lo que ya lo son hoy. Salvo que las personas puedan perder sus
capacidades intelectuales permanentemente con la misma facilidad que lo haría
una persona enferma por alcoholismo no habría necesidad de una intervención más
que preventiva por parte del Estado. La posición liberal reconoce que, dada la individualidad
de las personas, no hay una responsabilidad ni la necesidad de la intervención
estatal positiva sobre la decisión individual del consumo en personas adultas.
Una mirada desde el otro
extremo, desde el republicanismo, que no es como tal una posición conservadora, haría de la aceptación de la legalización un asunto mucho más complejo. El consumo desde esta postura puede ser visto como desfavorable para alguna parte de la moralidad
de la nación, particularmente en lo relacionado a la vinculación de los
consumidores con la democracia. Aumentar la abstención o la posibilidad de que
se fijen realidades paralelas son razones para no admitir la legalización. Pero incrementar la responsabilidad de los ciudadanos
frente a sus congéneres, aumentar el espectro del consumo sobre el cual se impone la ley y
la autoridad, prevenir desmanes, que en caso de mantenerse ilegal el consumo se
presentarían, y mejorar los recursos del Estado gracias a los impuestos pueden
abrir el campo a que posturas republicanas acepten la legalización.
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